Se salvó la ministra de Educación Marcela Cubillos. En el fragor de la celebración, describió el rechazo de la acusación constitucional en su contra como “el reconocimiento al derecho de gobernar”. Es el argumento más inteligente que desplegó el gobierno. La cuestión tenía poco que ver con la “valentía” de la ministra (como majaderamente trató de instalar el oficialismo a través de un hashtag absurdo), sino con una pregunta más fundamental: ¿puede un gobierno promover su propia agenda cuando esta colisiona con las reformas aprobadas por la administración anterior? Fue el enfoque de la defensa del abogado Francisco Cox, quien si bien se definió como opositor ideológico al gobierno de Sebastián Piñera, insistió en que las acusaciones constitucionales no se pueden usar para castigar la discrepancia política. Es el mismo argumento que terminó por convencer a los diputados Pepe Auth y Matías Walker: ambos dejaron claro que les desagrada el estilo agresivo y confrontacional de la ministra Cubillos, y que no comulgan con las políticas de educación del actual gobierno, pero recalcaron que aquello no configura ninguna de las causales de cesación del cargo que establece la Constitución.

Es decir, la tesis que se impuso no constituye un espaldarazo político a la gestión de Marcela Cubillos ni necesariamente sugiere que el gobierno va por buen camino en materia educacional. La tesis que se impuso es mucho más gruesa: los gobiernos tienen derecho a llevar adelante el programa con el cual fueron elegidos, aunque eso signifique desalentar las normas y políticas públicas del antecesor. Desde el oficialismo señalan que a Cubillos no se le puede exigir entusiasmo en la promoción de reformas que no solo no comparte, sino que considera injustas y perjudiciales para los niños de Chile. Es obvio y natural que haya insistido en las falencias de la ley de inclusión de Michelle Bachelet. Si bien es cierto que se trata de una cuestión emblemática para el mundo de la ex Nueva Mayoría e incluso para el Frente Amplio (pues fueron sus dirigentes los que comenzaron a empujar sus ideas matrices en las movilizaciones de 2011), el principio de evaluación es el mismo: al votar nuevamente por Piñera, la gente votó por rechazar las reformas del segundo mandato de Bachelet. De eso se trata, precisamente, el derecho a gobernar: es un derecho a desandar lo andado por mandato popular.

Pero la línea es delgada. ¿En qué momento la crítica pública de las normas vigentes se confunde con la displicencia dolosa de su aplicación? ¿En qué momento la falta de entusiasmo de la ministra Cubillos para comunicar el nuevo sistema se confunde con sus ganas de sabotearlo? ¿En qué momento la selección de evidencia a favor de la tesis propia se confunde con la omisión o tergiversación de la evidencia a favor de la tesis contraria? Estas son preguntas válidas. No es necesario pertenecer a una “izquierda totalitaria”, como señaló un diputado UDI, para atender a estas preguntas. Aunque, personalmente, no creo que los casos citados por el libelo acusatorio hayan sido lo suficientemente contundentes como para demostrar notable abandono de deberes por parte de la ministra, tampoco creo que este episodio haya demostrado necesariamente la mala utilización de la herramienta. En jerga futbolística, la ministra venía pegando patadas y al menos se merecía una amarilla. Por eso me hace ruido ese lugar común que declara que la ministra salió “fortalecida”. Por jugar al filo del reglamento, estuvo a punto de ver la tarjeta roja. Conservar la pega no equivale, al menos no directamente, a salir fortalecido de una situación.

El gobierno de Piñera, entonces, impuso su tesis: en democracia, los gobiernos entrantes tienen derecho a un sutil torpedeo de las reformas del gobierno anterior. Sutil, porque no puede consistir en incumplimiento flagrante de la ley. Pero torpedeo a fin de cuentas, porque es evidente que no le interesa en lo más mínimo que a esas reformas les vaya bien, o que tengan buena acogida en la ciudadanía. Por el contrario, piensa Cubillos, ojalá que no la tengan. Con ese propósito explícito recorrió Chile. Por supuesto, nadie en el gobierno actual fue tan bruto como para hablar de una retroexcavadora. Pero la diferencia es de grado, no de esencia. En el fondo, la tesis que salvó a Cubillos es incompatible con nuestra tradición –que tanto nos enorgullecía en tiempos de la Concertación– de continuidad de las políticas públicas. No puede haber continuidad en las políticas públicas si cada nuevo gobierno reclama su derecho a desandar el camino andado por el gobierno anterior, especialmente si se trata de sus reformas más emblemáticas. Esto no quiere decir que no tenga ese derecho. Solo quiere decir que afirmar ese derecho colisiona con la vieja narrativa de la continuidad de las políticas públicas. La derecha, al menos, queda impedida de usarla honestamente.

De aquí en adelante, los grupos políticos que accedan al poder tienen un precedente: si no les gustan las políticas de sus antecesores, tienen derecho a torpedearlas sutilmente. Nada muy vistoso: una exageración por aquí, una caída de sistema por allá. Las leyes hay que cumplirlas, pero no es exigible la buena fe. Tampoco comprometerse con su implementación exitosa. A fin de cuentas, diría un tomista, es inmoral perseguir con ahínco el cumplimiento de leyes que se estiman injustas.

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