En abril de 1962, John F. Kennedy ofreció una cena en honor a un grupo de laureados del Premio Nobel. En su discurso dijo: “Me parece que esta es la más extraordinaria colección de talento, de conocimiento humano, que se ha juntado jamás en la Casa Blanca, con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenó solo”. Kennedy no les temía a los expertos.

La ministra secretaria general de Gobierno chilena, Cecilia Pérez, sin embargo, cree que “muchas veces los argumentos académicos no logran ver la realidad, no logran saber lo que siente un vecino y no sintonizan con lo que sufren las familias chilenas”. Es una forma de abordar el debate político que dista mucho de la de Kennedy, y lamentablemente el residente actual de la Casa Blanca se parece más a la ministra Pérez que a su antecesor. Durante su campaña presidencial, hablando de política exterior, declaró que “los expertos son terribles. Miren el lío que tenemos con todos estos expertos”. Desde entonces, Trump ha repetido muchas veces que nadie sabe más que él en un sinnúmero de asuntos.

A nivel narrativo, vemos una herramienta argumentativa bien básica. “Si los expertos no están de acuerdo conmigo/mi política/mi gobierno, son ellos los que están equivocados, no nosotros”.

Tanto para el presidente de los Estados Unidos como para Cecilia Pérez, el discurso anti-intelectual está repleto de contradicciones. Para el billonario Trump, el anti-intelectualismo surge de una veta populista y autoritaria, y apela a un anti-elitismo muy arraigado en la tradición política estadounidense. La siembra de dudas respecto a las opiniones o motivaciones de los expertos (o, en el caso de fake news, de los medios) logra poner a toda opinión, toda noticia, todo dato, en un mismo plano. Con eso, los líderes pueden decir lo que quieren, se elimina la verdad, la razón y, por cierto, el accountability.

El anti-intelectualismo contribuye al populismo en la medida que divide al mundo en “ellos” y “nosotros”. Para Cecilia Pérez, los expertos no conocen “lo que sienten nuestros vecinos” ni saben la realidad de “las familias chilenas”. Se supone que ella sí. Los expertos, uno concluye, no tienen ni vecinos ni familias, sino son seres extraños, elevados, elitistas, otros.

Richard Hofstetter identificó el fenómeno hace más de medio siglo. En Anti-Intellectualism in American Life (El anti-intelectualismo en la vida americana) explicó que “para esta mente, los odios grupales asumen un espacio en la política que es parecido al que toma la lucha de clases en otras sociedades modernas”. Ya a comienzos de la década de los 60 Hofstetter describió al votante estadounidense típico como fundamentalista, prejuicioso, aislasionista, económicamente conservador, y “constantemente luchando con una rebelión subterránea en contra de las manifestaciones tortuosas” de la modernidad. Dentro de esa visión del mundo, son los intelectuales en posiciones de poder (gobierno, academia, los medios) quienes incitan a que el país tome nuevas y peligrosas direcciones, sendas nuevas, con actores distintos. Cecilia Pérez sabe lo que sienten los vecinos comunes y corrientes. Sienten temor.

Es curioso, sin embargo, que estas declaraciones anti-intelectuales vengan desde la derecha. ¿No fue la derecha política la que instaló en Chile la cultura del experto, el tecnócrata, el economista con doctorado otorgado en alguna universidad estadounidense? ¿No fue la derecha la que insistió en la importancia de eliminar la política (o politiquería) de los espacios en que se toman las decisiones realmente importantes, como el Banco Central? ¿No es la izquierda la que debería estar protestando en contra de la dominación de las élites (intelectuales, económicas, sociales)?

La verdad es que la derecha chilena, como su contraparte estadounidense, siempre ha incluido estas dos almas, una tecnócrata y otra que se podría describir como “dueño-de-fundismo/sentido-comunismo”. Si el primer grupo pasa sus vacaciones en Miami, el segundo pasa febrero en el campo de la familia. Si el primero insiste en las cifras, el segundo en el sentido común. Si el primero quiere que volvamos a ser los jaguares de América Latina, el segundo quiere que volvamos a tener la sociedad heterogénea, patriarcal, ordenada, de los años 50. Sebastián Piñera encarna el primer grupo; Ossandón y José Antonio Kast representan (o quisieran representar) el segundo.

Como dijo el escritor israelí Amos Oz poco antes de fallecer, el que desea volver a un lugar que conoció en el pasado, esperando que lo encuentre tal como lo recordaba, está destinado a estar decepcionado. Cree que es solamente un asunto de geografía –regresar a un lugar– cuando en realidad es volver en el tiempo, y eso no se puede. Los nostálgicos por un Chile que ya fue –sean de derecha o izquierda– terminarán decepcionados, y buscarán a alguien que culpar.

Los expertos no son infalibles, pero sus errores, tal como sus aciertos, surgen de estudios, datos, métodos y cálculos. Puede haber errores en cualquiera de estos, como en sus conclusiones. El corolario de lo anterior no implica gobernar por tincada, sino mejorar los estudios. No es hacer del intelectual un “otro”, sino recalcar que son ellos los encargados de construir una sociedad más igualitaria y solidaria. El propio Hofstetter reconoció que el anti-intelectualismo surge de una fuerte veta igualitaria, de los que rechazan la desigualdad de trato hacia aquellos con mayor o menor preparación. Por el otro lado, el Sueño Americano –y de alguna forma, el surgimiento de las universidades privadas en Chile– se basa en el deseo de reemplazar las distinciones de clase, con sus capas casi imposibles de agujerear, por diferencias educacionales, que cuentan con una movilidad social más fluida y basada en el esfuerzo. En este sentido, culpar a los expertos es disparar en los pies del modelo que la propia derecha ha construido durante medio siglo. Curioso.

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