No es cierto que los malos gobiernos puedan arreglarse con plata. por Héctor Soto
Por cierto que no es lo mismo: hay una enorme brecha entre hacer política en tiempo de vacas gordas y hacerla en tiempos de pobreza y adversidad.

A diferencia de lo que ocurre respecto de la felicidad, donde dicen que el dinero ayuda, por así decirlo, al primer rayado de cancha –al primero, no al último– en política la riqueza, antes que fortalecer, distorsiona. Sin ir más lejos, es cosa de ver lo que está ocurriendo en la actualidad. El gobierno prácticamente dejó de hacer política, al menos si se la entiende como un relato capaz de articular las líneas centrales y las líneas de detalle de una gestión gubernativa, y ahora se limita a ofrecer cosas. Hartas cosas. El último mensaje presidencial se pronunció desde el cuerno de la abundancia y, más que una cuenta del estado de la nación, parecía esas reuniones donde, congregados por el notario, los deudos se enteran de las asignaciones testamentarias establecidas por la última voluntad del tío tacaño y rico: esto para el de aquí, esto otro para el de allá. A tal comuna un hospital, a tal poblado una red de agua potable, a tal ciudad una nueva carretera, a tal sector una buena bonificación…

Da gusto así. Para un país que ha vivido apretándose el cinturón –fue el discurso predominante en 50 años de la historia de Chile– la expansión del gasto público en proporciones desacostumbradas, desacostumbradas incluso para los gobiernos de la Concertación, que ya lo habían multiplicado por dos o por tres en relación al año 90, esto de tener saldo en la cuenta corriente es una experiencia nueva, gozosa y edificante. No solo permite atender demandas largamente postergadas. También le da razones a la autoridad para sentirse mejor moralmente, más justiciera en términos políticos y más útil en términos históricos. Tuve que llegar yo para que esto se hiciera o para que esta injusticia se reparara. La historia me lo agradecerá.

Como con plata se compran huevos, la sensación que instalaron diversos interlocutores mediáticos tras el último mensaje presidencial fue que Michelle Bachelet había logrado rearmar su agenda, reconstituir la unidad de su gobierno y disciplinar
las filas de la Concertación. Sin embargo, basta ver la forma en que se han sucedido las cosas desde entonces, en especial con respecto al proyecto de ley que inyecta 290 millones de dólares al Transantiago solo por este año, para comprobar que la abundancia en política puede jugar muy malas pasadas. De partida, puede significar que el gobierno esté gastando en tonteras. Quizás el proyecto del Transantiago lo es: fue mal diseñado, mal ejecutado y lo más probable es que no tenga destino. Y está significando también que apareció un nuevo mercado de apetitos regionalistas postergados, para desactivar el cual, como se ha visto, no habrá más remedio que tirar a la basura las más elementales exigencias que han cumplir los proyectos de inversión pública, esto es, la sujeción a evaluaciones de algún rigor económico y social, para dimensionar sus retornos. En Chile esto se ha venido haciendo con abierta chapucería, pero tal como van las cosas ahora ni siquiera se hará.

No es cierto que los malos gobiernos puedan arreglarse con plata. Para lo único que les sirve la plata a los malos gobiernos es para que resulten más caros.

No es la economía lo que falla actualmente en Chile. Lo que está dejando mucho que desear es la política y, en particular, la gestión pública, que no acierta a encontrar un eje de prioridades articulado y convincente, en parte porque la Concertación ya no lo tiene, y en parte porque el gobierno aparece apagando un incendio tras otro con las holguras que le permite la caja fiscal.

Desde los recibimientos abiertamente descomedidos de los pobladores en Hualpén primero y en Aisén después, ahora la presidenta no va ni a la esquina sin resguardarse de antemano con el anuncio de más obras y más platas. Pasó la época en que los mandatarios tenían que llegar con las manos vacías o con bonitas palabras solamente. Ahora es distinto. El deterioro de la palabra es tal que de la noche a la mañana pasaron a ser más elocuentes los números.

Por lo mismo es improbable que este nuevo paradigma pueda reemplazar la épica de un verdadero proyecto de gobierno, la gestión de Michelle Bachelet va a continuar en problemas. Los apetitos –regionales, sectoriales, estamentales, gremiales– ya se abrieron. Y si bien su problema en estricto rigor no es la falta de proyecto, porque el gobierno dice tenerlo en su resuelta opción por la protección social, lo complicado es que no se lo creen o que es abiertamente insuficiente para aglutinar a las fuerzas del gobierno o entusiasmar a la mayoría del país.

Ahora hay dinero. Lo que no hay es eje, rumbo, ideas, épica. No hay política.

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