Los que hoy engrosan las filas de los marginados y descontentos no son los más pobres ni los que menos tienen.

 

Si bien la violencia del 11 de septiembre ya parece ser una tradición, el descontento y la marginalización social que las movilizaciones evidencian constituye una real amenaza para la supervivencia del sistema de libre mercado y la institucionalidad democrática. A menos que tomemos las medidas correctoras adecuadas, el malestar que irrumpe en días emblemáticos de protestas (como el 11 o el Día del Combatiente el 29 de marzo) devendrá en un terremoto que amenace la continuidad del modelo en sus cimientos reconocidamente más débiles.

Hace 25 años, cuando el resto de los países latinoamericanos atravesaba por traumáticas experiencias autoritarias, Venezuela era considerada una excepción. Producto de los favorables precios internacionales del petróleo y gracias a un sistema político de dos grandes partidos que compartían el poder, esa democracia había sobrevivido. Pero el sistema fue incapaz de ajustarse a los cambios. Los partidos políticos se tornaron elitistas y la exclusión social se convirtió en la norma. Los beneficios del crecimiento se distribuían desigualmente. El caracazo, una erupción social iniciada en febrero de 1989, se originó –incidentalmente– por una crisis en el sistema de transporte público. Eventualmente, el presidente Carlos Andrés Pérez, que había vuelto al poder después de un exitoso primer mandato, fue removido en medio de escándalos de corrupción. Hugo Chávez, un coronel de ejército que se alzó como paladín anticorrupción y antipartidos políticos tradicionales, demostrando enormes habilidades populistas, llegó al poder democráticamente en 1998 y, con una oposición desorganizada de por medio, ha logrado mantenerse ahí hasta hoy.

Las comparaciones son siempre imperfectas. Chile en 2007 no es igual que Venezuela en 1989. Pero los síntomas de un sistema económico que fomenta profundos niveles de desigualdad, un sistema político con poca competencia, acomodamiento de las elites y crecientes niveles de corrupción deberían llamar la atención a aquellos interesados en profundizar y perfeccionar el modelo que tanto éxito nos ha traído.

De hecho, precisamente porque el modelo de Chile ha sido exitoso, las expectativas de mejoras sustantivas en la calidad de vida han crecido. Los que hoy engrosan las filas de los marginados y descontentos no son los más pobres ni los que menos tienen. Aquellos que han logrado ver los beneficios de la tierra prometida de las oportunidades, el consumo y una mejor calidad de vida son los más propensos a dejarse seducir por los cantos de sirena de líderes populistas que buscan cosechar votos en la frustración y la impaciencia que producen repentinos estancamientos en las tasas de crecimiento.

Sus críticos correctamente señalan que el modelo de economía social de mercado produce incertidumbre. Pero la incertidumbre no es necesariamente mala. En el Chile de antes, aquellos que nacían en pobreza tenían nulas expectativas de progreso. De hecho, para los que menos tienen, la incertidumbre es sinónimo de oportunidades para salir adelante. Por eso, más que denunciar la incertidumbre, debemos hacernos cargo de ella como una señal positiva.

Esta buena incertidumbre existe cuando hay avances. Pero no podemos olvidar que, para ser sustentable, el modelo de libre mercado debe incorporar una red de protección social adecuada. Correctamente, Bachelet ha insistido en ese punto hasta el cansancio. Pero el aparato estatal ha demostrado ser incapaz de asumir el desafío de fomentar la incorporación social. Sin modernización del Estado, no podremos construir esa red de protección social necesaria para que, en esta sociedad de crecimiento e incertidumbre, todos se puedan sentir partícipes de sus beneficios. Para construir el Chile que queremos, debemos primero partir por construir un Estado capaz de sustentar la red de protección social que permita y fomente una sociedad de ciudadanos y consumidores. En la modernización del Estado, no podemos olvidar a los partidos políticos. Nuestros partidos todavía se enorgullecen por haber hecho bien la transición, sin entender que los desafíos de hoy son distintos y mucho más complejos.

Algunos desconocerán las amenazas y, erróneamente, predicarán paz y tranquilidad, atribuyéndole a los hechos de violencia una explicación meramente delictual. Pero mientras menos hábil sea el sistema para reformarse a sí mismo, produciendo más inclusión social, más oportunidades, más transparencia y más competencia, más daño producirán las irrupciones de violencia del tipo caracazo y más presente se hará sobre Chile la endémica amenaza de populismo que históricamente ha afectado a todos los países de nuestra región.

 

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