Bad Money es un libro devastador. No porque sea alarmista sino al contrario, porque su autor, Kevin Phillips, argumenta con gélida precisión las causas de la actual crisis americana. Que no es, como muchos creen todavía, producto de algunos excesos recientes, sino de una evolución estructural, y por eso difícil de corregir. En el origen de la crisis hay dos factores: el declinar de la producción americana de petróleo y la financialización de la economía. Como es natural, están vinculados.

Durante la primera mitad del siglo XX, los Estados Unidos produjeron el petróleo necesario para satisfacer su demanda interna. Pero en 1971 la producción alcanzó su máximo y comenzó a declinar; el mismo año, la administración Nixon abandonó la convertibilidad dólar-oro. En 1974 se trabó un acuerdo extraoficial entre EEUU y los productores petroleros del Golfo Pérsico: los americanos, con su poderío militar, mantendrían la estabilidad en el Golfo; a cambio, los productores venderían su petróleo exclusivamente en dólares. El valor del dólar quedaba así, en buena medida, atado al petróleo.

Pero estas maniobras tuvieron un efecto no previsto: iniciaron el ascenso irresistible del sector financiero. La flotación del dólar trajo un boom del cambio de divisas; en 1972 fue lanzado el cambio de divisas a futuro; en 1975, los futuros sobre bonos respaldados por hipotecas. “Con esto”, escribe Phillips, “se estableció la sopa primordial para un nuevo universo especulativo, apoyado en los llamados instrumentos derivativos”.

Durante la administración Reagan se asistió a una expansión sin precedentes del crédito hipotecario, al tiempo que se creaban instrumentos como las obligaciones de deuda colaterales. La burbuja especulativa que se creó como consecuencia fue sostenida por la Reserva Federal mediante bajas en las tasas de interés, mientras los entes reguladores y las calificadoras miraban hacia otro lado.

El reciente plan de rescate financiero, aprobado tras el crack de octubre, ha provocado encendidas polémicas en Estados Unidos. Pero tales rescates no son nuevos; en 1989-92 la recién creada Resolution Trust Corporation, una agencia gubernamental, pagó cerca de un cuarto de trillón de dólares para rescatar a cajas de ahorro en apuros. Durante el mismo período, una inyección de 150.000 millones de dólares, procedente de Arabia Saudita y negociada por la Reserva Federal de Nueva York, rescató a un desmonetizado Citibank. En el mismo sentido, los extraordinarios recortes en la tasa de interés entre 1990 y 1992 permitieron rescatar bonos basura, mientras que el rescate del peso mexicano en 1994 salvó a los bonos sobre el peso que poseían no pocos inversionistas en Wall Street.

Todo esto, para Phillips, es síntoma de un cambio de paradigma. “A fines de los 80”, escribe, “parece haberse acordado en las altas esferas un mecanismo federal de rescate capaz de asegurar a los grandes bancos contra las crisis”. Mediante este acto –que nunca tuvo correlato para la industria–, quedaba establecida la preferencia por el “mercantilismo financiero” como actividad central de la nación. No pocos se felicitaron del pasaje de una economía manufacturera a una financiera; Phillips prefiere recordar que este pasaje ha sido, históricamente, propio de imperios en incipiente decadencia.

Como fuere, en 2007 los “servicios financieros” excedían ampliamente a los demás sectores, hasta totalizar más de un quinto del PIB. En comparación, las manufacturas representaban apenas un 12%. Mientras tanto, la deuda total equivalía a tres veces el PIB, una proporción que supera el record de la Gran Depresión.

El resto es historia conocida. En agosto de 2007, una crisis de confianza en el mercado hipotecario inició lo que se ha llamado “el descarrilamiento más lento que se haya presenciado”. En octubre de 2008 el descarrilamiento ha pasado a cámara rápida, y su final es todo menos previsible.

 

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