Un viaje al pasado. Un recorrido por los recuerdos de un quinceañero de fines de los 60. Y un llamado de atención para esos mismos jóvenes, convertidos hoy en adultos. Por Gonzalo Rojas

La última columna publicada en este espacio suscitó las simpáticas iras de un buen amigo, perteneciente a esa generación de cuarentones a la que se llamaba a asumir decididamente la conducción de Chile.

Sus palabras de fines de enero fueron claras y duras: “no sólo ahora te vas de vacaciones, sino que pareciera que ya te jubilaste tú y que liberaste a toda tu generación. Así es muy fácil pedir responsabilidades a los demás. Y no se te olvide que ustedes apenas tienen 55, cobarde”. Directo, el hombre.

Transcurridos unos pocos días de febrero, su crítica había pasado ya a integrar los eventuales recuerdos de un año laboral más. Pero de vuelta en marzo, y enfrentado a la aventura de ocupar el mismo espacio, se vuelve a oir su más directa recriminación: “y ustedes apenas tienen 55, cobarde”.

Cincuenta y cinco este año y apenas 15 en 1968. No hay caso, a la generación que despertaba al mundo a mediados de los sesenta, el 68 le sigue penando; maldición bendita de la que no se puede escapar, porque quedó grabada en discusiones y amistades, en declaraciones y debates, en programas de televisión y en liturgias, ritos todos en los que participábamos con juvenil solemnidad, como si fuéramos líderes de verdad. Mao, Nixon, Ho Chi Minh, De Gaulle y nosotros: en ese momento, los quinceañeros nos creíamos el cuento.

Desde Vietnam, la ofensiva del Tet en enero y los ecos criollos que le hizo Quilapayún exigieron definiciones: con o contra los yankis. En mayo, Daniel Cohn Bendit paralizaba Francia; en pocas semanas, pasaba de ser nuestro hermano mayor, un rebelde con causa, a desilusionarnos por su anarquismo fracasado. En julio, Paulo VI publicó la Humanae Vitae, y casa por casa, clase por clase, todos fuimos teólogos y moralistas, especialistas en píldoras, pero mayoritariamente castos.

Agosto se presentó con toma de la catedral incluida, para que cada uno escogiera el modo de vivir su fe: con Cristo o con la Liberación. Y apenas se comenzaba a discutir el tema cuando, a puro tanque, los comunistas aplastaron los intentos checos de liberalización. Entonces se renovaron las diyuntivas: con o contra los rojos. El mes terminó con la aparición de Hey Jude: ¿podía alguien componer nunca jamás música más sublime? Que sí, que no…

En septiembre murió don Jaime Eyzaguirre. En el Saint George, pasillo por pasillo, Hispanoamérica del Dolor y Fisonomía Histórica reclutaban adeptos y detractores. Abajo los historiadores momios; viva la mirada conservadora a nuestras tradiciones: nadie quedaba indiferente; aunque casi ninguno lo había conocido, todos teníamos opinión.

Año olímpico era también el 68. Y por la tele… Todo listo, todo dispuesto ya, pero a comienzos de octubre vino la criminal matanza de Tlatelolco: una vez más, los estudiantes bañados en sangre; una vez más, ¿quién había tenido la culpa? Y a los pocos días, junto con los colosales 8,90 de Bob Beamon en salto largo (“no hay límites para el hombre”, proclamaba inflado un futuro estudiante de biología), Thomas y Carlos subían al podio de los 200 metros con largos calcetines negros, empuñaban enguantadas negras manos y rechazaban avergonzados su canción nacional, con negras cabezas inclinadas. Un nuevo frente abierto: política y deporte, ¿pueden ir juntos? Así todo el año, sin tregua, crisis a crisis, desafío a desafío.

Octavio Paz lo llamó un “año axial, porque mostró la universalidad de la protesta y su final irrealidad: ataraxia y estallido, explosión que se disipa, violencia que es una nueva enajenación.” Ese año cumplimos 15 y ellas también. Y por eso, hubo fiestas y, por cierto, un porcentaje de los quinceañeros tomó ya el rumbo de la frivolidad y el rechazo de sus densos compañeros, que se tomaban en serio cuanta cosa pasaba. Pero eran pocos, eran bichos raros los fiesteros esos. Los demás, métale discutir, declarar, debatir, comprometerse.

Los 40 años del 68 se irán reviviendo drama a drama, recuerdo a recuerdo. Pero tenía razón el buen amigo cuarentón: el único drama verdadero para la generación que cumple 55 sería que esos aniversarios sólo transcurriesen como un romántico recuerdo.

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