No pudieron haber sido más distintos. Una cumbre, multilateral, reuniendo a las principales democracias del mundo, se realizó en los bosques coníferos canadienses. La otra, una reunión bilateral con un país paria y totalitario, tuvo lugar entre las palmeras de Singapur. La primera terminó con declaraciones cruzadas y rencor; la segunda, con expresiones de admiración y respeto mutuo. En un período de cuatro días en junio, el presidente de Estados Unidos se enemistó con los que supuestamente son sus amigos, y se desdobló para acercarse a uno de los dictadores más brutales del planeta.

El canciller británico, Boris Johnson, ha dicho que él sospecha que hay una razón detrás de la locura de Trump. ¿Será? Es imposible adivinar las motivaciones del presidente estadounidense, pero se pueden analizar las medidas tomadas y sus efectos. Una lectura generosa es que está usando la locura como estrategia. Se ha hipotizado que estaría empleando la teoría del loco, donde un presidente actúa de forma impredecible e irracional para que sus contrincantes crean que es capaz de cualquier cosa. Los ejemplos estadounidenses más conocidos son Nixon y Reagan. Trump, que en todo sentido es producto de la década de los 80, podría estar tratando de imitar a Ronald Reagan, que empezó su presidencia amenazando con bombardear la Unión Soviética y terminó construyendo una amistad con Gorbachov, para luego contribuir hacia la disolución del comunismo en Europa Oriental.

Hay dos problemas con esta interpretación. El primero es que en los casos de Nixon y Reagan, emplearon la estrategia en contra de un enemigo. Trump pareciera usarlo con todos: con Norcorea, pero también con aliados históricos como Canadá, el Reino Unido, Francia y Alemania.

El segundo problema es que la estrategia tiene una segunda etapa, a la cual Trump no ha mostrado ninguna capacidad de llegar; aquella donde, una vez que has atraído al otro, uno deja de hacerse el loco. Uno se pone a trabajar, a negociar, incluso a ceder. No hay nada en el historial político o empresarial del actual presidente que indique que es capaz de hacer ninguna de esas cosas. Trump sigue con sus demandas exageradas: todo o nada. Peor aún, como demuestra su reciente discusión con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, esas demandas se basan en una mala lectura de los hechos. O sea, en mentiras. Trump sostiene que la relación comercial con Canadá –el principal socio comercial de EE.UU., y viceversa– requiere modificaciones, porque su país ha sido victimizado. Pero según las cifras del propio gobierno, en 2016, Estados Unidos exportó 320 mil millones de dólares de bienes y servicios a Canadá, mientras que importó 307 MM. Es decir, EE.UU. tiene un superávit comercial de unos 13 mm.

Queda claro que Trump está haciendo dos cosas. Primero, como ha sostenido el lingüista cognitivo George Lakoff, utiliza la mentira como arma y repite para instalar su verdad: que Hillary Clinton era deshonesta, que la investigación sobre el rol que tuvo Rusia en su elección fue una simple persecución política y que Estados Unidos siempre pierde en sus relaciones comerciales. En su propio libro, El arte de la negociación, Trump se refirió a su estrategia como una “hipérbole mentirosa”.

Lo otro que hace Trump es enmarcar el pasado de forma desastrosa para que sus acciones mejoren la situación. Todos los acuerdos firmados antes de que llegara él fueron metidas de pata. Todos los países antes de que asumiera él se aprovechaban de EE.UU. Toda economía previa a la actual fue mala, y la actual, según un tuit suyo es “la mejor economía en la historia”.

Una diferencia más entre ambas cumbres: en el G-7, sus pares le pararon el carro. Le dijeron que sus cifras eran mentiras, que EE.UU. no pierde sino que gana participando en un sistema de comercio internacional. Trump reaccionó como niño mimado, llegando tarde a la última reunión sobre igualdad de género y renegó, vía Twitter, cualquier acuerdo al que se pudo haber llegado. En persona, no se atrevió.

En Singapur, como contraste, actuó como anfitrión, incluso dedicando tiempo a darle a Kim una vista de su limusina presidencial. El norcoreano, por lo que sabemos, solo escuchó. Eso explica por qué, a pesar de haber entregado mucho más de lo que obtuvo, Trump considera que la cumbre fue un éxito. La imagen es todo. Se subió al Air Force One y tuiteó que se había acabado la amenaza nuclear.

Los efectos de los delirios presidenciales de Trump no son pocos. Durante cuatro días en junio no solo dejó en evidencia sus debilidades sicológicas. También se mostró dispuesto a destruir un orden político y económico mundial que su propio país construyó y ha liderado desde la Segunda Guerra Mundial. Es un orden liberal, basado en reglas. En ese sentido, el cuasi pololeo con Kim y los insultos tuiteros a Trudeau representan un giro fundamental en la política estadounidense, que hoy se identifica, personal e institucionalmente, más con autoritarios que con demócratas.

Durante 200 años, Francia y Estados Unidos han sostenido la universalidad de valores liberales –derechos humanos, democracia, comercio, razón– que han sido el cimento de lo que llamamos Occidente. En dos cumbres en junio, Trump confirmó que esos valores no son los suyos. Si Trump no mató al Occidente liberal, lo tiene gravemente herido.

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