Si el anunciado posnatal crea discriminaciones basadas en la riqueza relativa o supone que una persona con más recursos siempre tiene más poder negociador, estamos en terreno peligroso, donde no sólo puede haber paternalismo sino una discriminación arbitraria, sancionada constitucionalmente.


La discusión sobre el posnatal nos hace reflexionar sobre cuánto puede intervenir el Estado en los contratos laborales y las decisiones de las personas. Para la mayoría, la palabra contrato es sinónimo de un documento formal. La verdad es que toda persona actúa bajo decenas de contratos cada día. Consideren su rutina diaria: el arriendo de la casa; el uso del agua, el gas o la electricidad; el pasaje de transporte; el cumplimento del contrato laboral… en fin, la lista es interminable. Así, cualquier acuerdo de voluntad que contenga derechos y obligaciones es un contrato.

El derecho a suscribir contratos, denominado “libertad contractual” –y recogido por nuestra Constitución– establece uno de los aspectos claves de la sociedad libre: permite a una persona transformar su libertad –sus capacidades físicas e intelectuales o su propiedad– en bienes o en oportunidades útiles. Con esta libertad, cualquier persona de poca riqueza material puede hacer intercambios que permitan mejorar su condición actual.

No obstante, ha sido fuertemente atacada. Bajo diversas teorías legales, el Congreso y los tribunales han alterado e incluso contravenido la voluntad expresa de las partes. Muchas de tales doctrinas señalan que el Estado debe intervenir cuando estos acuerdos no son producto de una voluntad “real” o cuando los legisladores y jueces sienten que pueden hacer un mejor trabajo que las partes por un intercambio “justo”.

En ciertos casos extremos, hace sentido que se pueda realizar un escrutinio de los contratos debido al desbalance en el poder negociador. Se dice que Craso, senador romano, hizo su fortuna con una empresa de bomberos que negociaba el precio del servicio mientras la casa del infortunado ardía en llamas. Sin embargo, no debemos caer en la tentación de permitir que la excepción que sirve para atender estos casos extremos termine por devorar por completo el derecho básico de contratar, cuyo corazón es la libertad de elegir, no la coerción. Pero la doctrina de la asimetría del poder negociador a menudo ignora o erosiona esta distinción. Aquellos que claman por más intervención del Estado en los contratos asumen que cuando una persona necesita algo –como un trabajo– no es “verdaderamente libre”. Aun contratos negociados bajo muchísima menos presión que aquellos del senador Craso son tildados de “asimétricos” y sujetos a revisión bajo la idea de que cada contrato debe ser producto de una negociación exacta entre partes.

El problema es que las partes nunca son exactamente idénticas: todo contrato involucra al menos alguna asimetría, aunque raramente esto los hace injustos. El comprador en una zapatería siempre estará en desigualdad con el dueño, pero nadie se siente poco libre por este hecho. Lo relevante es que ambas partes estén mejor que antes de haber realizado el intercambio. Personas en una igualdad exacta tendrían pocas razones para suscribir contratos, ya que la razón para contratar no es su posición relativa de riqueza sino el hecho que ambos están mejor después del contrato: el zapatero obtiene el dinero y el comprador sus zapatos. No tiene sentido decir que sus opciones no fueron “reales” porque el zapatero es más rico que el comprador o porque sus opciones estaban limitadas o no eran infinitas. Este es el problema de las leyes que pretenden proteger al trabajador, ya que la verdadera protección del poder negociador de éste es la mayor oferta de trabajo, y no las regulaciones.

De este modo, si virtualmente todo contrato entre partes es desigual de algún modo, la teoría del desigual poder negociador debería justificar la intromisión estatal en prácticamente ¡cualquier contrato! La intervención del Estado para corregir las posiciones negociadoras de las partes equivale a querer derogar el pluralismo político en nombre de “la verdad”.

Si la anunciada legislación posnatal crea discriminaciones basadas en la riqueza relativa o supone que una persona con más recursos siempre tiene más poder negociador (el ejemplo de las empleadas domesticas habla por sí mismo), estamos en terreno peligroso, donde no sólo puede haber paternalismo sino una discriminación arbitraria, sancionada constitucionalmente. El punto central de la libertad de contratación no es alcanzar una enfermiza igualdad de resultado, sino permitir a cada persona alcanzar su propia felicidad en relación a sus capacidades, sin la interferencia que aquellos que piensan que pueden elegir mejor “salvándonos de nosotros mismos”.

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