Hasta hace poco la reacción norteamericana había sido tardía y errática, dando la impresión que el problema los tomo por sorpresa, que no lo tenían cuantificado y que tampoco tenían un plan para enfrentarlo.

La crisis de los EE.UU. es la mayor desde la Gran Depresión. Tal como en Chile a comienzos de los años 80, el problema es el exceso de endeudamiento generalizado y el violento aumento del riesgo sistémico que está produciendo. Es tan grave, que el mercado crediticio local prácticamente se ha paralizado y ya esta contagiando a otros países.

Los activos financieros comprometidos –que han sido estimados por Goldman Sachs en 1,2 billones de dólares– son aproximadamente un 10% del PIB. El monto que los agentes no podrán servir es sólo una fracción –muy incierta– de ese total. La tarea de corto plazo es evitar el contagio de los activos sanos por los malos. La de mediano plazo consiste en lograr –en parte con recursos de ahorros fiscales– la reducción del endeudamiento a niveles sustentables. Con ello se podrá evitar que la actual crisis financiera afecte significativamente al Producto y al empleo, como sucedió durante la Gran Depresión.

¿Por qué se produjo este exceso de endeudamiento? En primer lugar, por el creciente déficit en cuenta corriente de los EE.UU., que llegó a unos 800 mil millones de dólares solamente durante el año pasado. Ello puede haber sucedido por las atractivas posibilidades de inversión, pero seguramente también por una política fiscal en exceso expansiva. En segundo lugar, influyeron en el alto endeudamiento, y en la burbuja inmobiliaria que se produjo, las bajísimas tasas de interés reales –en ocasiones negativas– que imperaron desde 2002. No cabe eximir de responsabilidad por esas tasas a la política monetaria. Finalmente, por tautológico que sea, hay que mencionar que faltó transparencia y las clasificadoras de riesgo no fueron eficaces.

¿Cuál ha sido la respuesta de la autoridad? Hasta hace poco, tardía y errática, dando la impresión de que el problema los tomó por sorpresa, que no lo tenían cuantificado, y que tampoco tenían un plan para enfrentarlo. Inicialmente, la Reserva Federal decidió bajar las tasas de interés, para aliviar la carga de los deudores y para mantener la liquidez. Cuando, a pesar de ello, comenzaron a surgir problemas de solvencia, las autoridades buscaron soluciones ad hoc: coordinaron y financiaron algunas fusiones, nacionalizaron las dos mayores intermediarias de bonos hipotecarios, dejaron quebrar –frente a la crítica de esos salvatajes– a Lehman Brothers y, sin embargo, días después, evitaron la quiebra de la mayor aseguradora en los EE.UU., AIG, y de la banca Washington Mutual.

La quiebra de Lehman Brothers y el salvataje de AIG, lejos de calmar la situación, la agravaron. El gobierno decidió proponerle al Congreso un potente programa de compra de activos “tóxicos” (Troubled Asset Relief Program) por un monto de 700.000 millones de dólares. El domingo 28 de septiembre este último fue concordado en tiempo record con el Congreso y aprobado –con calificaciones– por los dos candidatos presidenciales.

El Congreso le impuso una serie de restricciones al Ejecutivo; entre ellas, los desembolsos en parcialidades, el tipo de institución que puede recibir apoyo, una estricta supervisión, independiente del Ejecutivo, el refinanciamiento a los deudores hipotecarios, la participación del Tesoro en el patrimonio de las instituciones financieras que reciban apoyo y limitaciones a las remuneraciones de los administradores de las mismas. Además, el Ejecutivo deberá informar sobre las causas de la crisis y encomendar un estudio sobre nuevas regulaciones que eviten la reedición del problema.

Si bien lo es en la forma, el programa así estructurado no es, en el fondo, diferente del programa de rescate que se implementó en Chile. Está orientado a salvar a las instituciones financieras, pero no el patrimonio de sus dueños o los ingresos de sus administradores. Igualmente, apoya a depositantes y deudores hipotecarios. Sin embargo, si se desea acotar el riesgo moral, la implementación del programa será extremadamente compleja y difícil de administrar.

La experiencia y la teoría sugieren que –en un mundo globalizado– es prácticamente inevitable que los problemas financieros de EE.UU. afecten, como ya lo han estado haciendo, a los mercados de otros países. Los problemas financieros también repercutirán en alguna medida en la actividad económica local, impactando luego al resto del mundo. Chile no es en absoluto inmune a ese tipo de transmisiones de la crisis norteamericana y de sus consecuencias, pero se encuentra –por su comportamiento fiscal excepcionalmente responsable y su buen manejo macroeconómico– en inmejorables condiciones para enfrentarlas.

 


El autor es profesor de Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

 

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