Por Gonzalo Rojas
No obstante que abundan las cifras macroeconómicas, ¿quién está midiendo nuestros niveles de autonomía y sociabilidad?
Un huaso amigo comentaba que siempre que le preguntaban si prefería cantidad o calidad en un producto, terminaba contestando: “de las dos quiero, porque son lo mismo.”
A su modo, hablaba el buen agricultor de la calidad de vida, la que explicada en palabras coloquiales siempre se refleja en números, cifras, en datos duros. Calidad de vida expresada en… cantidad de vida. Cuánto daño ha hecho en este sentido -quizás no en otros- la expresión “de lo bueno, poco.”
Por supuesto que hay que matizar. En un extremo, todos los socialismos han tratado siempre de mostrar cifras notables, para aplacar con números y gráficos los grandes anhelos de libertad, sociabilidad y participación. El modelo más sofisticado fue el Ministerio de la Abundancia, de Orwell, cuyas cifras eran siempre corregidas al alza, pero retroactivamente (y en la realidad, el sistema soviético mostró por décadas números espectaculares, cuya falsedad está ahora comprobada).
En el otro extremo, algunos liberalismos querrían contentar al ciudadano con la página de valores del Wall Street Journal y precisos mensajes directos al celular sobre cómo trabaja su dinero acumulando intereses (y en la realidad, cada cierto tiempo hay un crack o martes negro, y ya no alcanzan los evaporados ahorros ni para pagar el celular).
Mientras subsista la tentación socialista, se tenderá a venerar las cifras gruesas, las que anuncia el Banco Central o entrega el INE, las que se vinculan con la economía; todo eso muestra lo persistente que es la búsqueda del paternalismo y lo fácil que puede ser olvidar lo que costó achicar el Estado y abrir espacios de libertad personal. Y, en paralelo, se da la tentación individualista, consistente en la reducción del análisis numérico a cuatro o cinco indicadores que afectan solo a la propia situación; esa mirada estrecha señala la gravedad de un concepto erróneo de calidad de vida individual, sin sentido social. Se olvida así en cuántos dramas que vivió Chile influyó
decisivamente el egoísmo de algunos poderosos.
Por eso, una sociedad auténticamente libre y buena, con calidad de vida, va siendo edificada día a día a través de otros números, de otras cifras, de gráficos que reflejan mejor las cantidades de la actividad social que los dígitos de la productividad económica.
Se puede dar de lo bueno más, de lo bueno, mucho. Y lo puede hacer cada persona, dejando así de lado el paternalismo estatal y el individualismo egoísta.
Hay empresarios, muchos, que pagan más salario que el mínimo; hay otros que si calculan de nuevo, también podrían comenzar a hacerlo. Hay donantes, algunos, que sin mayor búsqueda de beneficios tributarios ponen sus millones en cultura y educación; hay donantes, muchos, que se conforman con los tres pesitos en la caja del supermercado. Hay grupos, uno que otro, que han aumentado el metraje de las casas solidarias edificadas voluntariamente; hay grupos, los más, que siguen pegados en la mediagua, pero podrían hacerla crecer. Hay familias, casi la mitad en Chile, que tienen dos hijos o más; hay otras, el restante 50%, que podrían plantearse engendrar una nueva vida, para ayudar a evitar el colapso demográfico que nos espera.
Hay chilenos que pertenecen ya a media docena de sociedades y grupos y son miembros activos de cada uno; hay otros que solo con incorporarse este año a una nueva agrupación, aumentarían notablemente el capital social. Hay canales de televisión que le van quitando minutos a la farándula y los van pasando a la vida real; y hay otros que siguen pegados por horas en la banalidad y sálvese quien pueda. Hay padres y madres que trabajan más minutos por hora (hasta 60, incluso) para llegar a sus casas a estar con sus hijos a horas sensatas; pero quedan otros que necesitan 12 ó 14 horas diarias para hacer mediocremente su pega y esquivar de paso a sus familias. Hay estudiantes y profesionales que superan cada año el número de buenos libros leídos; y hay otros que no pasan una página hace meses.
Además, en cada una de esas dimensiones, y en tantas otras, se pueden tender esos puentes entre intelectuales y hombres de negocios hoy tan escasos o temblorosos. Y nada de excusas sobre la contabilidad. Un tipo que lleva la cartola bancaria al milímetro, que revisa las cuentas en restaurantes y servicios peso a peso, que estudia cada mañana sus activos bursátiles hasta los decimales, no puede encontrar extraño que se le sugiera la necesidad de llevar otra contabilidad: la de su rendimiento social.
O sea, hay espacio, hay nichos para crecer. ¿Se dice así, no?

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