En el Reino Unido el error de haber apoyado a George Bush en Irak llevó al Partido Laborista a canibalizarse, sacrificando el liderazgo más electoralmente exitoso que ha tenido, resultando no solamente en el gobierno Conservador que les trajo el Brexit, sino en la dominación de su propio partido por un sector extremista. Jeremy Corbyn, un señor que hace que Gordon Brown parezca carismático, se destaca por su amistad con dictadores (siempre que sean antiamericanos), antisemitismo (nueve parlamentarios han renunciado a partir de las diferencias con Corbyn en esta materia) y niveles bajísimos de popularidad (la última encuesta YouGov prevé, a pesar de todo, un gobierno de mayoría para Boris Johnson).

En el caso de los Estados Unidos, las políticas de un presidente demócrata -un plan de casi US$800 mil millones- logró salvar al sistema financiero y, en menos de dos años, sacar al país de la recesión. Los ciudadanos lo premiaron con la reelección el 2012, pero cuatro años más tarde surge el fenómeno Trump, que es, entre muchas otras cosas, una reacción tanto al hecho de que Obama era afroamericano como a los efectos de dicha crisis financiera. Sectores más progresistas del Partido Demócrata vieron el plan de Obama como un rescate de Wall Street, en vez de un esfuerzo por asegurar la continuidad del empleo y los ahorros de millones de ciudadanos de clase media.

Para esa misma ala izquierdista del partido el éxito de Trump confirmó que el triunfo electoral llegaría a través de la vía populista, esa combinación entre proteccionismo y antielitismo que le sirvió tanto al actual presidente. Candidatos como Bernie Sanders y Elizabeth Warren han tratado de capitalizar el descontento económico, tildando al ex vicepresidente Joe Biden como el candidato de las élites, un político de larga trayectoria (con todo lo que eso implica) apoyado por los bancos y las grandes empresas. En momentos en que Donald Trump representa una real amenaza a la solidez institucional de su país, los demócratas siguen enfrascados en sus trincheras sectoriales, tratando al candidato mejor posicionado para ganarle en noviembre de 2020 como un viejo elitista. La irrupción de Pete Buttigieg como opción centrista ha causado una reacción similar dentro de los sectores “progres”, que lo acusan de ser demasiado blanco, demasiado clase media y demasiado erudito. Incluso la posibilidad de elegir el primer hombre gay a la Casa Blanca no logra hacerles contrapeso a los prejuicios clasistas. Prefieren ganar el argumento ideológico que las elecciones.

¿Y qué de Chile? Desde mucho antes que estallara la crisis actual, las fuerzas del progresismo chileno han sufrido del mismo fenómeno. La adopción/cooptación de la agenda del movimiento estudiantil por parte de la Nueva Mayoría fue de la mano con un vergonzoso abandono del récord de la Concertación, el mismo que le entregó a Chile los veinte años más exitosos de su historia. A pesar de eso, muchos millennials veían poca diferencia entre Bachelet y Piñera, y ¡ni mencionar a Ricardo Lagos!

¿Qué comparten todos estos casos? Por un lado están las explicaciones ya repetidas en numerosos paneles de televisión. Se trata de una generación que rechaza las lecciones aprendidas, literalmente a golpes, por sus padres y abuelos. Los acuerdos necesarios para cualquier democracia son vistos como “cocinados”, de manera que incluso el gran acuerdo constitucional que incluyó todo el espectro político, menos un partido pequeño que se sigue definiendo como revolucionario, es deslegitimado ipso facto. Algo parecido ocurre en EE.UU., donde los jóvenes se burlan de Biden y Buttigieg cuando estos critican los costos de las propuestas de salud y educación gratuitas.

Por el otro lado, queda en evidencia algo que Bernard-Henri Lévy observó hace más de una década: la izquierda, o buena parte de ella, ha ido abandonando uno de sus valores fundamentales, el liberalismo. Lévy, que sigue sintiéndose del mundo progresista, lamentó una larga lista de contradicciones e inconsecuencias que subrayan su emergente iliberalismo: que de Estados Unidos vea solamente el imperialismo pero no se altera por la creciente influencia china en África o rusa en Medio Oriente, que defiende al régimen fundamentalista de Irán pero critica a la democracia imperfecta (¿cuál no lo es?) de Israel, que rechaza a Fox News por su línea editorial poco independiente pero no piensa dos veces en hacerle RT a RT, el canal ruso. Sin duda Lévy, tal como se indignó con los ensayos que publicó Foucault apoyando la revolución iraní o las defensas pseudosociológicas del ataque del 11 de septiembre del 2011 que relativizaban la violencia, agregaría la equivalencia que se ha hecho en las últimas semanas en el país entre los saqueos y los evidentes excesos de lo que Chile llama el capitalismo.

Mientras el debate siga sin resolverse, se abren los caminos para los Trump, los Johnson, o quién sabe quién en Chile.

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