Al momento de hacer estas preguntas, ninguna suena evidentemente descabellada. Ojalá que al momento de su publicación, esta columna esté desactualizada, el caos haya sido superado, la violencia haya cesado y los chilenos hayan vuelto a lo suyo. Ahora bien, ni en el escenario de más rápida estabilización será posible hacer como que nada pasó. El orden de las prioridades cambió y ningún actor político relevante puede ignorarlo. Pero si las propias instituciones de la democracia representativa son capaces de procesar los dolores más sentidos de la calle, estaremos bien. Esta columna está pensada para un escenario más sombrío: el escenario en que la dirigencia es incapaz de conducir esta crisis a buen término, las posiciones no se acercan, y se hace imposible saber si la conflictividad va in crescendo o lo peor ya pasó. El tipo de escenario donde se producen manifestaciones que piden explícitamente el término del gobierno en funciones.
A primera vista, pedir la renuncia de Piñera suena absurdo. Que un gobierno no esté cumpliendo sus promesas de campaña a medio camino de su gestión no es causal para interrumpir el ciclo democrático constitucional, eso es evidente. Hasta los malos gobiernos tienen derecho a terminar, diría un auténtico demócrata. Cuenta la leyenda que, en 1973, al enterarse de que un golpe militar estaba en marcha, el dirigente democratacristiano Bernardo Leighton quiso abandonar la seguridad de su casa para concurrir a La Moneda a defender al gobierno en funciones. No era mucho lo que podía hacer, pero para Leighton se trataba de una cuestión de principios. Leighton era opositor a Salvador Allende. Pero lo que estaba en juego no era una cuestión de alianzas partidistas. Lo que estaba en juego era la continuidad del sistema democrático. La familia y sus amigos, según esta historia, tuvieron que extremar recursos para abortar su arrebato. Si aplicamos el estándar Leighton, todos deberíamos defender la continuidad del gobierno de Sebastián Piñera, aunque no nos guste su ideología, su programa o su estilo de conducción.
Concebida de esta forma, la democracia puede ser exasperante. Mucho énfasis en los procedimientos y poco en los resultados. Pero son justamente esos procedimientos los que garantizan que nadie se lleve la pelota para la casa. La democracia es lenta y burocrática, inhabilitada para operar transformaciones sustantivas en corto plazo. Pero los únicos regímenes que aprueban reformas estructurales de la noche a la mañana son las dictaduras. La democracia tampoco asegura un derrotero recto hacia un mundo mejor, precisamente porque reconoce la existencia de distintas ideas respecto de lo que constituye un mundo mejor. La democracia es un camino zigzagueante, lleno de baches, retrocesos y saltos discretos. Probablemente ni siquiera sea digna de un poema o de una exhortación dramática. Pero suele resolver una cuestión central para la vida social: el traspaso no violento del poder. Nadie muere en la cámara secreta como se muere en las guerras. Simple y radical a la vez. Cualquier alternativa es peor.
¿Qué argumento podría elaborarse entonces para pedir la renuncia de Piñera sin abandonar el compromiso democrático? Que dirigentes comunistas y tuiteros afiebrados declaren unilateralmente su incompetencia no parece suficiente. Podemos enumerar todo lo que el gobierno ha hecho mal en esta crisis, pero –hasta el momento– nada sugiere que esa negligencia política se pague con la recisión del mandato popular otorgado en diciembre de 2017. Lo único que podría echar todo abajo es el abuso de la fuerza contra la propia población. La decisión de mandar a los militares a la calle es riesgosa. Se multiplicarán las situaciones confusas donde más de algún testimonio delatará la brutalidad de los fusiles. En principio, y esto es importante decirlo, no hay contradicción entre un régimen democrático y la presencia de las Fuerzas Armadas controlando el orden público que las fuerzas originalmente destinadas a ello no pudieron controlar. No es una medida necesariamente arbitraria o injusta, en la medida que las atribuciones del estado de excepción respectivo están expresamente detallas en la Constitución. Una cosa es lamentarse –y con razón– de una imagen que la inmensa mayoría de los chilenos no quería volver a ver, y otra es inventar un principio según el cual eso no puede nunca ocurrir. Si las FFAA son efectivas y discretas en su rol de asegurar condiciones básicas de orden público, Piñera habrá cumplido su rol esencial más esencial. Sin duda es su deber escuchar las demandas de la ciudadanía movilizada y procesar políticamente la nueva agenda. Pero, como enseña Hobbes, no hay nada más importante que la seguridad, pues nadie quiere vivir una vida breve. El desafío es que el Leviatán no amenace la seguridad de aquellos que debe defender. Al delegar en ellos, la suerte de Piñera depende del criterio de los militares. Si fallan, no habrá formalidad democrática que valga.

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