Escribo en un día nublado, el único que me ha tocado durante este verano sofocante.  Las temperaturas me tuvieron recluido por más días de lo aconsejable. Doy vueltas por la casa, paseo por mi pieza, voy de la cocina al living en una especie de trance. Tengo poco claro cómo se diluyen las horas.

El cuerpo se adelanta, se superpone, a mis digresiones. La incomodidad que supone sentir en la piel lo que acontece es inherente al calor. La corriente de aire entre dos ventanas abiertas, la llegada de la noche con frescura y el sonido del ventilador constituyen emociones. La mente se pliega a la atmósfera, cambia su dirección. Lo abstracto se escabulle ante la presencia de impulsos disparados por la sensación térmica. Cuesta enhebrar ideas.

Lo que cuento, sucede cuando uno se queda varado. Aparecen en la memoria escenas y evocaciones fugaces: de niño jugando fútbol con desconocidos en una playa; un poco mayor lanzándome desde una roca al mar para lucirme ante una polola; comiendo papas fritas con excesivo ketchup y mostaza agobiado de hambre por la pálida; un beso largo y pegote que nos dimos con una amiga a los 15 años; mareado en un bote a remo mientras mi padre espera que pique un pescado; en calzoncillos, con una enciclopedia entre las manos y un plato de pan con manjar al lado; corriendo en las dunas, escapando de los pacos que andaban a caballo; atracando en mi auto con los vidrios abajo en un garaje oscuro.

El verano es la estación donde se despliegan los que gozan de los deportes de riesgo, los aficionados a largos paseos, los aventureros y toda clase de personas entusiastas por los cambios de escenarios y de ritmos vitales. También es una época en la que se dejan ver grietas en las relaciones, como cuando las familias pelean porque no tienen plata para ir de vacaciones. Están los hijos que no quieren salir con sus padres, que les dan vergüenza y lata, y los niños que no son invitados por sus compañeros y se quedan angustiados y solos, sin cuento para marzo. Otros que sufren el verano son los enamorados que terminan y se van a lugares distintos, y los viejos que son olvidados.

Descansar y entretenerse son los mandatos que circulan en estas fechas. Confieso que no sé cómo hacer para caer en el estado de placidez que se espera de uno. Ni siquiera sé suspender el alboroto que bulle en mi cabeza. La mezcla de sueños diurnos con ansiedad y molicie me llevan a especular acerca de la forma de las sombras en la pared y llenarme de deseos insatisfechos. Mejor es leer, fumar, mirar porno, documentales y películas, y comer pan con queso. Con esa dieta he sobrevivido.

Las carcajadas que brindan los humoristas de la temporada se esperan con devoción. Los festivales locales han probado con profesionales de la risa que han fracasado con estruendo. El público se quiere reír de chistes ácidos. Se espera que la actuación en la Quinta Vergara de Felipe Avello llegue al tono preciso de ironía. Sin duda será el evento político más relevante de febrero. No se esperaba, eso sí, un suceso de la envergadura del video donde sale Matías Pérez Cruz a guata pelada tratando a unas señoras de manera prepotente. Las burlas que detonó este hecho lograron una popularidad inusitada. Las bromas e imitaciones del presidente de Gasco han animado fiestas, han compuesto peleas y arreglado diferencias irremontables. El rechazo a su actitud generó jolgorios, discusiones y puso alta la vara a los que se dedican al Stand Up Comedy.

Llegaron los veranos apocalípticos. Las imágenes de lluvias, inundaciones, de aguas que devastan ciudades y paisajes son recurrentes. El cambio climático se manifiesta con ferocidad. Las secuencias de catástrofes obligan a pensar en lo que Gilles Deleuze dice en su libro Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia: “Una sociedad solamente le teme a una cosa: al diluvio. No le teme al vacío. No le teme a la penuria y a la escasez. Sobre ella, sobre su cuerpo social, algo chorrea y no se sabe qué es, no está codificado y aparece como no codificable en relación con esa sociedad. Algo que chorrea y arrastra esa sociedad a una especie de desterritorialización, algo que derrite la tierra sobre la que se instala. Ese es el drama. Encontramos algo que se derrumba y no sabemos qué es. No responde a ningún código, sino que huye por debajo de nosotros”.

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