Por todo el drama vivido, el proceso de confirmación de Brett Kavanaugh a la Corte Suprema de los Estados Unidos debiera haber sido aún más difícil: Donald Trump lo nombró en gran medida gracias a sus opiniones sobre el ‘privilegio ejecutivo’, es decir, el poder del presidente. Kavanaugh, como juez y académico, ha criticado la jurisprudencia que apunta a la obligación del presidente de Estados Unidos a ser investigado. Su argumento es que los procesos judiciales, como el llevado a cabo por el fiscal de la trama rusa, Robert Mueller, forman parte, en efecto, del mismo poder ejecutivo. El presidente, según dicha lógica, no tiene por qué responderle a un subordinado. 

Trump, quien está siendo investigado y será indagado aún más de cerca si los demócratas se toman el Congreso en noviembre, necesitaba a alguien en la Corte Suprema que pondría fin, de forma definitiva y legal, a lo que él llama la “caza de brujas”. Requería en la Corte Suprema a un juez que lo apoyara cuando eventualmente se niegue a responder las preguntas de Mueller. Solamente por ese motivo, por el intento desvergonzado de jugar con las instituciones y los contrapesos políticos para protegerse en caso de investigaciones criminales, Trump y su candidato debieran haber enfrentado una férrea oposición.

Kavanaugh resultó ser más que un defensor legal de Trump. Terminó siendo su representante social. Refleja un mundo que Trump conoce y aprecia, de colegios privados y universidades de élite. Un mundo de privilegio, donde los hombres, blancos, cristianos, se sienten con el derecho a entrar a las mejores universidades, hacer carrera y llegar a los cargos más ejecutivos, ocupar los puestos políticos más importantes, y usar el dinero y poder para impresionar a las mujeres que se le cruzaban. Si las señoritas no se cautivaban con ellos, muchas veces toman medidas más ineludibles.

Los Trump y Kavanaugh han visto en el tiempo cómo se ha venido amenazando ese mundo, y su lugar dentro de él. Para esa clase de hombres blancos, las universidades top comenzaron a ser dominadas por otros, gracias a la acción afirmativa. La posibilidad de ganar millones en el sector privado se vio opacada por las fortunas de jóvenes inmigrantes indios, israelíes o rusos innovando en Silicon Valley. Sus carreras profesionales se vieron complicadas por decisiones domésticas en la medida que sus mujeres también querían cumplir sus ambiciones profesionales. Los grupos que ellos antes dominaban –afroamericanos, latinos, mujeres y minorías sexuales– comenzaron a exigir igualdad. Hasta que un día, uno de ellos, un afroamericano con nombre que sonaba medio musulmán, que se benefició de la acción afirmativa para llegar a una universidad de élite, se tomó la Casa Blanca. Para el colmo, las mujeres, hartas de ser acosadas y abusadas armaron un movimiento, llamado #MeToo.

Había llegado la hora de luchar. Lindsey Graham, un senador republicano, resumió la ira del hombre blanco: “Soy un hombre soltero de Carolina del Sur y me dicen que me debo callar. Pero no me voy a callar”.

Y así ha sido. Trump y Kavanaugh, ambos acusados de acoso sexual, no se quedaron callados. Siguieron un guion muy parecido, negando todo, sembrando dudas respecto de las acusadoras y apelando a su masculinidad. El juez, cuestionado por sus posibles delitos sexuales durante sus años escolares, se defendió, casi gritándoles a sus interrogadores, que hacía deporte y trabajó duro, siendo aceptado finalmente en Yale. Las personas exitosas como Kavanaugh y Trump no dan explicaciones. ¿Qué se han creído?

Los senadores republicanos, uno por uno, hicieron vista gorda de las acusaciones de violación y alcoholismo, porque luchan por un bien mayor, su supervivencia. La ira del hombre blanco es, en efecto, un grito desde la desesperación. Saben que el tiempo corre en su contra. La opinión pública, cada vez más diversa, ya no tolera los privilegios del pasado. La única forma de mantenerlos es construir un sistema político tutelado, expulsar cuanto inmigrante se pueda; crear nuevas reglas que impidan que las minorías que aún permanecen en el país puedan votar en masa; crear distritos electorales que favorecen al votante blanco, y, ahora, una Corte Suprema que asegure que cualquier desafío legal sea rápidamente despachado. Trump tiene una Corte para blindarlo de preguntas incómodas, pero es el Partido Republicano, representando un sector rural, evangélico, blanco y cada vez más envejecido, el que ha construido un verdadero sistema de protección, sus leyes de amarre.

Y así, Estados Unidos toma un paso más hacia el populismo autoritario. Un presidente que controla el poder ejecutivo, con aliados en el Congreso que manipulan un proceso que determinará un cargo vitalicio en la Corte Suprema para instalar un juez cuyo mayor activo es la idea de que el poder presidencial es prácticamente incuestionable. Las principales instituciones del país, diseñadas para hacer contrapeso al otro, terminarán protegiéndose mutuamente en un círculo vicioso. 

El cientista político y periodista Fareed Zakaria ha notado que una de las ironías de la democracia es que su éxito depende en parte de la legitimidad y buen funcionamiento de instituciones no-democráticas: las Fuerzas Armadas, los bancos centrales, los tribunales. La politización de este tipo de instituciones fue precisamente una de las cosas que América Latina tuvo que aprender a evitar en su largo camino hacia la consolidación democrática. Ir en la dirección opuesta, como lo ha hecho Estados Unidos, responde a las mismas lógicas que alguna vez reinaron en nuestra región –manipular las instituciones para proteger los privilegios de una minoría amenazada y enojada.  

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