La indiferencia puede ser entendida como el estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado. En psiquiatría, se le denomina apatía y se considera depresión. Las causas de esta patología se asocian no sólo a factores internos sino también externos.

Visto así, culpar la abstención del 60% de los votantes sólo a condiciones endógenas (egoísmo, estupidez y flojera) es errado. La abstinencia electoral se explica por tres causas de tipo ambiental. Primero, por el sentimiento que la política puede ser sustituida por la simple administración de las cosas. Segundo, y como argumenta Baumann, porque hoy el poder (el lograr que las cosas se hagan) está escindido de la política (la decisión de qué cosas hacer). Los gobiernos locales proponen y el poder económico dispone. Y por último, por una reacción natural del ser humano a la falta de deferencia de un tercero (en este caso de los candidatos hacia los votantes).

En este escenario, donde la política se asocia con management, las decisiones que realmente nos afectan se toman en otra parte y los candidatos tratan al electorado con desdén, es comprensible tal nivel de apatía.

Desde el punto de vista de la institucionalidad, se sabe que el problema inherente a la exclusión es el debilitamiento de la democracia y la consecuente falta de legitimidad de quienes gobiernan. Desde la perspectiva de la sociedad, según Ramoneda, el problema es que los ciudadanos acceden a una suerte de “servidumbre voluntaria” y “se convierten en estrictos comparsas de la gestión de una oligarquía económico-política y mediática que decide sobre el presente y futuro de nuestro entorno”. La consecuencia de ser sólo cohortes es que luego observamos cómo nuestro hábitat va siendo esculpido por fuerzas que nadie parece controlar y contra las cuales no podemos reaccionar.

Terminar con esta patología que amenaza no sólo la institucionalidad sino que también la calidad del ambiente, no es tarea fácil ya que la apatía es como la maleza: es fácil arrancarla de raíz en las primeras etapas, pero una vez que crece y echa raíces en la tierra, se hace inmune a los herbicidas y es necesario recurrir a manos fuertes y a herramientas para poder sacarlas.

Las recientemente electas Carolina Tohá; Josefina Errázuriz y Maya Fernández representan un gran esfuerzo en esta dirección y es algo que vale la pena festejar. Este arrojo épico ha generado grandes entusiasmos y enormes expectativas ante la hazaña por venir. Sin embargo, para no defraudar deberán enfrentar tres grandes enemigos. Primero, afrontar lo que tan fuertemente han promulgado; esto es la idealización de la participación ciudadana. Segundo, tendrán que hacer frente a lo que han sabido omitir; esto es la fuerte escisión entre poder y política. Y tercero, deberán lidiar con todas aquellas decisiones que afectan lo local, pero que se toman a nivel nacional o global.
Con relación a lo primero, entender la alcaldía como mero articulador de las aspiraciones ciudadanas –como si la participación fuera un dogma de fe– pone en riesgo el liderazgo que implica el cargo. Se espera de quien dirige una comuna que sea capaz no sólo de escuchar sino que también de proponer con convicción cambios radicales, tal como lo hizo en su oportunidad Vicuña Mackenna en Santiago.

Con respecto a lo segundo, para convertir en realidad esas aspiraciones y propuestas las tres alcaldesas tendrán que ser lo suficientemente sagaces a la hora de reunir política y poder, es decir juntar la “decisión de qué hacer” con el “lograr que las cosas se hagan”. Proponer y disponer.

Por último, deberán actuar con decisión y valentía para defender a los ciudadanos cuando las decisiones que afecten su calidad de vida y los activos de la comuna se tomen en otros lugares, como pueden ser las oficinas del MOP, del Transantiago, de un retail, de un banco acreedor o de una concesionaria en Madrid. No es fácil, tampoco imposible. •••

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