Escritor

El recuento de las vacaciones era un ejercicio clásico de los años escolares. Consistía en escribir una “composición” en donde cada alumno relataba qué había hecho durante los meses alejados de las obligaciones estudiantiles. Algunos tenían muchas aventuras que contar, mientras otros inventaban un cuento para evitar la vergüenza de no haber ido a ninguna parte. En ese cruel ejercicio se notaban las diferencias no sólo económicas, sino que se traslucía la falta de imaginación de algunos y el terror de muchos a no pertenecer al grupo de los más acomodados.

Aunque la escritura de una “composición” pasó al olvido, la narración de las vacaciones se mantiene intacta. Es lo que se conversa en las oficinas, de lo que se habla en los cafés, lo que muchos exponen en Facebook o en Instagram con precisión y narcisismo. Incluso los que se quedan en sus casas muestran sus formas de enfrentar el tiempo libre: hacen asados, pasean, van al cine, salen por el día a la playa, se despiertan y almuerzan tarde, andan en bicicleta y practican deportes.

Lo que no se escucha ni se exhibe son historias de ocio. No hacer nada, especular con el tiempo, quedarse pegado con un recuerdo, escrutar las manchas en la pared y hasta dormir siesta son prácticas en extinción. Mal vistas. El ocio ya no es el cultivo de la vida interior. Tampoco el desarrollo de las inquietudes más íntimas en soledad. El ocio se ha vuelto una rareza. Ejercer la procrastinación y la desidia es una infracción social. La ansiedad se ha vuelto norma y se ha canalizado hacia una serie de actividades que permiten olvidar los malos pensamientos que vienen a la mente, las dudas y los escrúpulos propios de quien está reposando sobre una cama sin planes. Leer, ver televisión y comer están fuera del rango de lo que se estima como provechoso. Lo que está de moda es el sacrificio: subir y bajar cerros, colgarse de cuerdas para trasladarse de un árbol a otro, es decir, tener experiencias límites. Y, sobre todo, viajar, viajar, viajar.

Hay algo de temor en la reprobación hacia los ociosos por parte de las personas de acción. Los perturban aquéllos que son capaces de estar con ellos mismos, aquéllos que no necesitan aplacar la angustia de una y mil maneras. Los ociosos saben reconocer y convivir con los escombros de sus recuerdos. No les temen a los deseos que vienen a la conciencia y que afectan el ánimo. Los militantes de la acción lo dicen sin tapujos: los ociosos son unos lateros, unos amargados, no tienen ánimo ni voluntad para gozar la vida intensamente. Es cierto, los ociosos fomentan la quietud, la contemplación, la inercia. Además, guardan energías para el sexo y para disfrutar de placeres menores, como un café o una conversación digresiva.

Los ociosos son quienes se han dedicado a otro tipo de cuestiones, entre otras, a pensar, escribir y retratar la vida que protagonizan otros. Prefieren conjugar el verbo “ser y estar” en vez del “hacer” perpetuo, al que mucho se sienten condenados. Los ociosos prefieren ver pasar la vida conscientes de la muerte, de la fragilidad. Quizá porque no soportarían tener otro papel en la historia. Los apremios prácticos y coyunturales les parecen desatinos. De ahí que sean tan irritantes para quienes tienen fe en la voluntad y creen en los sistemas razonables. Esto último es muy curioso, en especial si consideramos que fue del ocio confeso de Pascal, Descartes y Spinoza el que permitió a estos filósofos diseñar y crear los conceptos que gobiernan a los empeñosos y realistas de hoy.

Postergar el ocio es un desatino. Son los momentos sin expectativas cuando aparece nuestra vanidad infecunda y nuestras sinceras envidias. Durante las horas de pereza el pasado vuelve y esclarece el presente. Sabemos cuánto recelo generan estas emociones en los ricos de espíritu. Los exitistas aborrecen perder un minuto cavilando. Descuidan el lado siniestro, lo imprevisible y lo fatal que nos vencerá a todos sin avisarnos ni la hora ni el lugar.

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