La política de los consensos, aplicada en los 90, sirvió al ala más dura de la Concertación para adormecer al adversario, quitarle espacios y hasta su capacidad de lucha.

 

Fue en los plácidos años 90 cuando en Chile triunfaron criterios y actitudes como el consenso y los acuerdos. ¿Plácidos? Pero si hubo muchos enfrentamientos y conflictos, argumentaría un recién llegado a la escena nacional. Es cierto: uno que otro hubo, pero nada que se pueda comparar con las convulsionadas décadas de los 60, 70 y 80. Mirados en ese contraste, los años que corren de 1990 hasta 2007, podrían ser calificados como un período en el que se apuntaron una victoria grande quienes sostenían que se podían lograr los grandes acuerdos económicos y políticos.

El problema es que entre los que defendían esos sanos propósitos había dos convicciones interiores muy distintas. En la derecha, en el empresariado y en la Iglesia, sinceramente se creía que la paz social duradera se estaba logrando, gracias a que todos los sectores habían cedido en aras del bien común, y se pensaba –ingenuamente– que la izquierda había depuesto sus odios y su ideología. Les ganamos en lo que importa, se decía, aunque se pierdan las elecciones. Pero, al otro lado, en lo más duro de la Concertación, la convicción era muy distinta, porque si algo movía a esos sectores a hablar de consensos y acuerdos, era la aviesa intención táctica de adormecer al adversario, de quitarle lenta pero sostenidamente, casi sin drama ni sangre, no solo espacio tras espacio, sino también la capacidad de luchar.

Y cada vez que se denunciaba esa oculta intención de la izquierda, los amigos del consenso rechazaban los anuncios, por fanáticos, por apocalípticos, por fundamentalistas. Durante estos años pasados, pedir cautelas, gritar cuidado, recordar el “te lo dije”, fue una aventura casi suicida, una profecía incomprendida.

Y ha seguido siéndolo, porque de tal modo esa mentalidad entreguista había permeado en los partidarios de una sociedad libre y justa, que un candidato presidencial llegó a convertir la banalizacion de los conflictos y la búsqueda de los acuerdos, en su permanente carta de presentación, sin que hasta ahora haya parecido comprobar cuántas veces –casi todas– sus empeños sirvieron para que sus adversarios consiguieran justamente lo contrario de lo que se suponía que él defendía. Y junto con él, quedaron enganchados de ese anzuelo sus partidarios (de paso, el país se llenó por igual de productores trabajólicos, de consumidores ávidos y de jóvenes apáticos, mientras perdía millones de potenciales activos ciudadanos).

Pero hace ya años, justamente en medio de esa falsa amistad cívica, que los conflictos se vienen agudizando y las posturas más fuertes vuelven a ser públicamente enfrentadas. ¿Regocijo para los profetas? ¿Felicidad para los polemistas? No, simplemente mayor transparencia. Y nada evitará la dinámica histórica por la cual seguirá acelerándose la tendencia a la agudización de los conflictos. ¿Marxismo dialéctico? No. Historia de Chile.

El catálogo de los desafíos próximos es tan extenso como dramático: la ola de castrochavismo frente a la soberanía nacional; la corrupción enquistada frente al afán de alternancia en el poder; el cristianismo asistencialista local frente al catolicismo fiel a Roma; el lavado de los cerebros nacionales frente a la verdad histórica del pasado reciente; el control ideológico de la judicatura frente a la seguridad procesal; la aniquilación de la libertad de enseñanza frente al derecho de los padres, primeros educadores; los millones para hacer nueva prensa de izquierda frente a medios que buscarán sobrevivir; la agresividad sexual y cultural de las minorías y los marginales frente a la normalidad y la salubridad de inmensas mayorías; el asesinato de nonatos y ancianos frente a la defensa de la vida desde y hasta; y suma y sigue…

Solo caben dos opciones: volver a rechazar estos anuncios, descalificándolos una vez más con un “yo prefiero lo que nos une a lo que nos separa” y así seguir perdiendo en todo, o enfrentar radicalmente cada una de las encrucijadas en las que ya está inmerso Chile.

Estas palabras de Havel son para los que ya han comenzado a reaccionar y quieren enmendar sus apatías de tiempos recientes: “Ni yo ni nadie ganará esta guerra de una vez por todas.

A lo más, podremos ganar una batalla o dos, y ni siquiera eso está asegurado. Sin embargo, sigo creyendo que tiene sentido luchar con perseverancia. La batalla se ha estado librando durante siglos y continuará –esto lo esperamos– durante los siglos venideros. Hay que hacerlo por principio porque es lo correcto.

O, si ustedes prefieren, porque Dios quiere que así sea. Es una batalla eterna y sin fi n, librada por la gente buena (entre quienes me incluyo, más o menos) contra la gente mala, por la gente honrada contra la gente deshonrada, por las personas que piensan en el mundo y la eternidad, contra las personas que piensan en sí mismos y el momento.”

¿Quién se suma?

 

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