Después de cuatro gobiernos de centroizquierda, ¿estará preparado el horno para que gobierne la centroderecha? Por Héctor Soto

 

 

Después de gobernar por espacio de 18 años continuos, la Concertación se enfrenta por primera vez al riesgo de perder la próxima elección presidencial. En función de las últimas encuestas ese escenario, más que posible, se ha vuelto probable. La coalición de gobierno está desmotivada, fatigada y entrampada. Desmotivada, porque el gobierno de Bachelet ha estado por debajo de las expectativas. Fatigada, porque sólo en el tango 20 años no es nada. Y entrampada, porque la Concertación, que tanto cree en el Estado, nunca se abrió a la idea de que para tener un aparato público eficaz primero había modernizarlo. Como no lo hizo, hoy al Estado chileno le entra el agua por todos lados: por la educación, por la seguridad pública, por la política energética, por la Conadi, por el Auge, por el Transantiago, por la justicia juvenil y de familia… El discurso que enfatiza que el gasto social no ha dejado de aumentar en estos años a estas alturas ya se está volviendo en contra. Porque, no obstante los incrementos, las cosas siguen igual o peor. Hay algo anterior, entonces, o algo más profundo, que está fallando.

Mientras tanto, el entorno de Sebastián Piñera ve como inminente su triunfo en diciembre del año próximo y aunque de aquí a entonces muchas cosas pudieran ocurrir –que el oficialismo se reanime, que alguno de los actuales precandidatos de la Concertación o alguien nuevo se convierta de la noche a la mañana en una alternativa imparable, que la Alianza tenga serios y graves tropiezos– la alternancia está dejando de ser eslogan y, si la ciudadanía lo quiere, podría convertirse en realidad.

El cambio debería fortalecer el sistema político porque para cerrar el círculo abierto por la transición es básico que en algún momento –ahora o en un tiempo más, eso lo tendrá que decidir el electorado– la centroderecha también sea gobierno. Tal como el régimen de Lagos mató los fantasmas que pregonaban que los presidentes socialistas no podían terminar su mandato ni gobernar para todos los chilenos, así también un gobierno de la Alianza debería desvanecer la sospecha de muchos sectores, sustentada incluso en la buena fe, respecto a lo democrática que podría ser la centroderecha en el gobierno, atendida la vinculación histórica de algunos de sus personeros con el pinochetismo.

Obviamente, un sistema político cruzado por temores de este tipo está expuesto a muchas distorsiones. Entre otras cosas, por que supone un mínimo de confianza entre sus principales actores. Cuando una parte de la sociedad atribuye a la otra intenciones no ya de derrotarla en las urnas sino de pasarla a llevar, de aplastarla, de borrarla del mapa político, obviamente el país está en problemas. Eso no le hace bien a nadie. Ni a los que desconfían ni a los que motivan la desconfianza. Y la única manera de matar el chuncho, por decirlo así, es que estos últimos en los hechos –como lo hizo el presidente Lagos respecto de los socialistas– demuestren que no hay nada que temer.

Después de las heridas y traumas asociados a las tensiones de los años 70 y 80, Chile todavía tiene mucho camino que recorrer en términos de mejorar los estándares de convivencia y colaboración de su sistema político. La transición desde luego que hizo avances en este plano, pero hay que continuarlos. Hoy día las fuerzas políticas al menos se toleran. El escenario tiende a crisparse un poco en períodos electorales, pero después la presión baja y la tolerancia en definitiva se restaura. Pero hay que apuntar más alto. No basta con que las fuerzas políticas se perdonen recíprocamente la vida. Bastante de eso hay en el concepto usual de tolerancia. Me carga lo que dices, odio lo que representas, encuentro pésimo lo que haces, pero sin embargo te tolero. Sin duda, eso es poco para avanzar a una país más confiable. Se requiere que los actores políticos entiendan recíprocamente la legitimidad moral de sus convicciones y principios. Es un paso más arriba: no sólo te tolero; desde la historia e identidad que tienes, además te entiendo, no obstante discrepar en todo o en casi todo contigo.

A Chile le conviene que todas las fuerzas políticas pasen por el test democrático de la blancura. Es propio de la democracia que no haya interdicciones anteriores a las legítimas y necesarias divergencias programáticas que los partidos o los liderazgos políticos deben encarnar. Por cierto que no puede dar lo mismo quien gobierne, porque no todas las políticas públicas son iguales y siempre algunos lo podrán hacer mejor que otros. Pero no puede ser que la democracia sea patrimonio de un solo bando. Si no es de todos –de todos al menos los que creen en ella– es porque entonces hay cuentas pendientes. Y si es así, lo que corresponde es saldarlas.

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