Sería penoso que nos siguiéramos llenando de rejas y miedos, y que lleguemos a convencernos de que el sentido de la vida está en protegerse dado que el otro es una amenaza.

 

En Occidente, la demanda de compañía, consuelo, escucha –en definitiva, de amor– es muy superior a la oferta. Todos queremos ser amados, escuchados, queridos y respetados, pero cada vez encontramos más dificultad para ello. Son muchas las razones que han llevado a que esta situación adquiera cada vez mayor dramatismo. Una de las causas la encontramos en la pauperización de la familia como siempre se ha entendido: un hombre y una mujer que se comprometen a vivir juntos toda la vida, engendrar a sus hijos y educarlos.

En efecto, en Chile son más los niños que no tienen experiencia de padre y madre presentes en el hogar que aquellos que la tienen. En ciertos sectores de la población, tener un padre es un lujo. Otra razón es la baja de la natalidad y el aumento de la expectativa de vida. Los ancianos son los que más sufren el embate de la soledad. Hay estudios que confirman que un importante número de peticiones de eutanasia se debe a la sensación de abandono y soledad que acompaña al enfermo.

Sin embargo, a este hecho real, de corte sociológico, se suma otra explicación que es más sutil, pero no por ello menos verdadera. Tenemos cada vez más temor a encontrarnos. Nos resulta cada vez más difícil entablar relaciones auténticamente humanas donde seamos queridos por lo que somos y queramos a los otros por lo que son. Tengo la impresión de que nuestras conversaciones están más centradas en lo que hacemos y en lo que tenemos, que en cómo estamos. Solemos esconder esas zonas menos hermosas de nuestra vida porque nos dejan indefensos respecto de los demás.

¿Cuántas veces, al preguntarnos cómo estamos, hemos dicho que bien, siendo que no lo estábamos? Justa razón tenía Aristóteles cuando planteaba que el hombre no podía vivir sin amigos. Y los amigos con mayúscula son cada vez menos. Creo que hoy estamos llenos de relaciones con personas, pero no siempre son auténticamente humanas, en el sentido de que asuman todo el drama y la complejidad de éstas. Nuestras relaciones son cada vez más funcionales e instrumentales. Este hecho es cada vez más patente en los lugares de trabajo, que están lejos de ser comunidades de personas en aras de un objetivo común… y también, al interior de las propias familias.

¿Se ha encontrado durante la comida hablando por celular en la mesa o contestando un email? Lo más probable es que sí. Yo, al menos, en reiteradas oportunidades. Los esposos encuentran mucha dificultad para comunicarse en la verdad de su ser y lo mismo acontece entre ellos y los hijos. Las conversaciones se limitan a ponerse de acuerdo sobre aspectos prácticos de la vida, pero no siempre ello coincide con un conocerse a sí mismo en el encuentro con el otro en cuanto otro.

Pareciera ser que no nos queremos complicar la vida. Los demás adquieren valor en la medida en que nos sirvan, que no nos den problemas. Este hecho, de no querer asumir al otro en cuanto otro y el dramatismo que ello conlleva ha conducido a que nos sintamos muy a gusto en medio de las máquinas. El televisor lo apagamos cuando queremos. El computador también. No nos exigen nada. A la hora del encuentro, en las comidas, ¿estamos con el televisor prendido? Nuestras relaciones son virtuales y les damos el valor que queremos en cuanto están mediadas por la tecnología. El contacto es por lo tanto superficial, es a la carta y en la medida de que haya un acuerdo, que se sabe es débil. Los jóvenes con los audífonos en la calle, en el Metro y en las salas de clases nos lo recuerdan todo el día. Me relaciono con la música que quiero escuchar cuando el exterior no me ofrece algo que para mí valga la pena… No molesto a nadie y espero que no me molesten. Por este camino vamos mal. Y la razón es que no hemos sido creados para vivir defendiendo nuestro propio espacio, ni siquiera para vivir uno al lado del otro. Hemos sido creados para vivir para los otros. El Concilio Vaticano II nos recuerda con palabras muy hermosas y llenas de contenido que el hombre es la única creatura amada por sí misma que no encuentra la sublimidad de su vocación sino que en la entrega sincera de sí mismo a los demás. Es el camino de la alteridad, del compartir, del darse y encontrarse con el otro, el camino de una sociedad auténticamente humana. Sería muy penoso que nos siguiéramos llenando de rejas, cercos y seguros y de miedos y llegáramos a convencernos de que el sentido de la vida está en protegerse dado que el otro, salvo que demuestre lo contrario, es una amenaza de la que nos tenemos que cuidar.

Pensando en el futuro de Chile, creo que hay que tomar dos medidas urgentes. La primera, reforzar la familia y el matrimonio. Es allí, citando a Juan Pablo II, donde se fragua el futuro de la humanidad. En segundo lugar, fortalecer la formación en las virtudes humanas y en que lo propio del hombre es ser para los demás. Ello se aprende en el hogar; pero también, en la escuela, por ser un lugar privilegiado de socialización. Es allí donde las virtudes humanas como el sacrificio por los demás, el altruismo, la magnanimidad, el empeño por el bien común, la austeridad, la paciencia y el respeto por la palabra empeñada se van forjando en la mente y en los corazones de los jóvenes y van generando una cultura nueva, la cultura del ser y del estupor por el otro. Ello debe ir acompañado de una fuerte formación en el ámbito de la filosofía, donde se les instalen a los alumnos las grandes preguntas que inquietan al ser humano y que se patentizan en un modo de vivir y de ser.

 

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