Por Cristóbal Bellolio.
Académico de la Escuela de Gobierno UAI

Hace algunas semanas debuté en la televisión británica en un humilde canal islámico, pero con una respetable audiencia en Londres. Me invitaron a comentar la reciente elección de Michelle Bachelet. La pregunta central que el panel intentaba contestar era si acaso –como se rumoreaba– Chile estaba dando un efectivo giro a la izquierda en relación a las previas administraciones concertacionistas. En palabras del moderador, si acaso abandonábamos la zona rosada de la socialdemocracia latinoamericana –donde hasta ahora habríamos compartido espacio con Brasil y Uruguay– para ingresar definitivamente a la zona roja del continente –sumándonos así al grupo de Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Argentina, entre otros.

Aunque la distinción entre una zona rosada y una zona roja no es para nada nítida, sirve para simplificar la interrogante más recurrente que me ha tocado enfrentar respecto del nuevo gobierno de Bachelet, en conversaciones políticas dentro y fuera del mundo académico. Mi impresión es que, en general, los medios europeos durante los noventa vieron con buenos ojos el alzamiento de una marea centroizquierdista razonable en Latinoamérica, que desafiara los ochenteros consensos de Washington y se emancipara de la ortodoxia neoliberal, acompañada además de una saludable ola de democratización. Hoy, sin embargo, existe una mirada más bien crítica respecto de lo que ellos interpretan como gobiernos caudillistas, semi-autoritarios y con tendencia a perpetuarse en el poder. Lo que han visto a través de imágenes en las últimas semanas sobre Venezuela sólo ayuda a reforzar esa inquietud.

Sin embargo, no todos son tan críticos. Al menos en el caso de Chile, varios medios destacan que un leve viraje a la izquierda podría ser bienvenido en tres sentidos específicos. Primero, en un sentido institucional. En este marco suele destacarse la promesa bacheletista de una nueva Constitución que abandone el lastre de Pinochet. Segundo, en una dimensión de justicia social. Si bien existe consenso en que Chile es el alumno aventajado de la región en materia de crecimiento y estabilidad económica, no pierden de vista nuestros índices de desigualdad ahora que pertenecemos al club de la OECD. Tercero, desde una perspectiva cultural.

Casi siempre se menciona que el nuestro es un país mayoritariamente católico, donde los avances en algunas materias sensibles –como derechos reproductivos o respeto a la diversidad sexual– son lentos y trabados. Si el nuevo gobierno de Bachelet orienta su trabajo hacia esos focos sin perder la estampa de una izquierda responsable, no me cabe duda que la recepción afuera será positiva. El hecho de que ella misma haya descartado la idea de alargar el período presidencial para favorecerse o de cambiar las reglas para permitir su inmediata reelección también ha sido interpretado favorablemente. Nos distingue de una controvertida práctica común en el barrio.

Una nota final. Mis compañeras analistas en el estudio representaban organizaciones con agenda y bastante monotemáticas a decir verdad. Para una de ellas, el desafío central de la segunda administración de Bachelet era limpiar el mal recuerdo de su primer mandato en relación al tratamiento de los pueblos originarios. Para la segunda, en cambio, la clave pasaba por consolidar el ingreso femenino al poder político después del simbólico paso de Bachelet por ONU-Mujeres. En la ocasión les señalé respetuosamente que ninguno de los dos tópicos había sido recurrente en los debates o en la conversación a través de la redes. Educación, dije, parecía ser la vedette de las elecciones. Sin embargo, no está de más tomar nota de sus preocupaciones, en el sentido de que hay cierta atención adicional puesta sobre el manejo que le damos al asunto indígena y a la efectiva incorporación de la mujer a un estatus de igualdad de derechos y oportunidades. •••

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