Más allá de las posiciones tomadas frente a estos temas, lo mínimo es guardar cierta consistencia en los argumentos. Pareciera como si se debatiera prescindiendo de la coherencia y de la Constitución como instrumento de consensos básicos y de mayor permanencia.

Sentado el debate en estos días sobre el denominado aborto terapéutico, lo cierto es que no resulta redundante aclarar que se trata en realidad de tres proyectos de ley que abordan situaciones muy distintas unas de otras.
Como es conocido, el primero se trata de un aborto provocado con la intención de salvar la vida o la salud de la madre, eliminando la vida y la salud del hijo (lo que resulta paradójico); situación que según los expertos no necesitaría legislación, puesto que ya existen protocolos médicos para enfrentar este casos de rara ocurrencia y que, por lo demás, está contenido en el juramento hipocrático. El segundo proyecto “interrumpe” el embarazo cuando el feto reúne ciertas características; esto es, una condición incompatible con la vida (aunque resulta –por esa misma razón– curioso que nadie denomine “interrupción extra uterina” al homicidio calificado de quien tenga esa misma incompatibilidad en la vida adulta). El tercer proyecto pretende “interrumpir” la vida cuando la criatura es producto de una violación, aunque no tenga ninguna condición incompatible con la vida ni haya puesto en riesgo la de su madre (argumento utilizado en el segundo proyecto, pero que se contrapone abiertamente con este último) y que en definitiva es un aborto a secas, sin eufemismos.
Un primer punto se refiere a un argumento de consecuencia. Es irónica la contradicción que existe entre el apoyo al proyecto de ley de no discriminación arbitraria y el respaldo a las iniciativas de aborto. En efecto, si deseamos mantener la más mínima de las consistencias, no es posible respaldar a ambos sin entrar en una abierta incongruencia. Si la criatura que reúne ciertos atributos determinados por el legislador (pone el peligro la vida de su madre; es inviable; o es producto de una violación) lograra sobrevivir al acto de “interrupción” en cualquiera de sus formas, y pudiera efectivamente nacer, defenderían su derecho a no ser discriminado como niño sano o con deficiencias; deseado o como resultado de una violación. Absurdo, insólito o irracional es que al mismo niño –mientras estuvo en el vientre materno– no le pretenden reconocer ninguno de esos derechos fundamentales. Por el contrario, el legislador comete la más brutal de las discriminaciones arbitrarias al privarle del derecho más elemental –la vida– por el solo hecho de reunir dichas características determinadas por él mismo. Lo sorprendente es que esas mismas circunstancias, si fueran fuente de discriminación arbitraria por parte de un tercero hacia un niño nacido, serían castigadas por el propio legislador. Así, no sería posible discriminar arbitrariamente contra un niño mientras está fuera del vientre materno, pero ello sí sería factible si éste no ha nacido, lo que resulta una torpeza de proporciones.
Un segundo punto en cuestión –pero estrechamente vinculado al anterior– es el argumento democrático. Y es que esta contradicción –evidente y dramática– atenta contra un valor que suelen alegar los partidarios del aborto: “es la opinión de la mayoría”. Lo cierto es que la mayor expresión de mayoría está precisamente en la Constitución, la que exige para su modificación, en la parte correspondiente, de 2/3 de los diputados y senadores en ejercicio, y no mayoría simple (de los parlamentarios presentes), como una ley. Lo anterior resulta un punto crucial, ya que el constituyente ha querido que en los temas importantes y delicados se requiera un alto nivel de consenso social. Cuesta imaginar un asunto más importante y delicado que “regular” constitucionalmente el derecho a la vida. Entonces, mientras ella misma disponga que la ley debe proteger la vida del que está por nacer, no es posible aprobar ninguna forma de aborto en Chile sin que dicha ley caiga en inconstitucionalidad o en incumplimiento de tratados internacionales como el Pacto de San José de Costa Rica. Este último resulta particularmente claro al respecto y se echa de menos que sea citado en este debate; en especial, por quienes suelen invocar tratados internacionales a la hora de hacerlos primar sobre la legislación chilena.
En definitiva, más allá (y más acá) de los argumentos morales o ideológicos, resulta imposible aprobar ninguno de estos proyectos sin un consenso social mayor y permanente en torno a este tema, o –al menos– sin caer en graves inconsecuencias o en las inconstitucionalidades señaladas.

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