Martín Rodríguez
Director ejecutivo de Feedback

En las vísperas de 2014, llegó un momento en el que todos supimos que entraríamos en territorios desconocidos. El país había visto nacer “la calle”, esa masa incontrarrestable que, a pesar de haberse templado al final del gobierno de Piñera, fue la invitada de honor durante la pasada campaña presidencial. A nadie extrañó, entonces, que se reencarnara en el programa de Bachelet. Y todos se entregaron a ella, aunque nadie supiera muy bien adónde nos llevaría.

Así, pareció imponerse un consenso: el país debía responder, de alguna manera, a las penurias de la calle; no era bueno para nadie tanta desigualdad; la educación era la llave para resolverla; y hacerlo era central para que los políticos recuperaran la legitimidad perdida. Tres ideas básicas, tres reformas, tres territorios desconocidos, para iniciar un viaje a la estabilidad social.

Pero apenas zarpó la nave, quedando marcado con fuego el rumbo del Gobierno, la tripulación se desordenó. Los más voluntaristas intentaron imponer el peso de las mayorías, para asegurar la llegada a puerto. Los más resistentes se invisibilizaron, restándose al diálogo, suponiendo que la nave no los dejaría en tierra. Así, entre la ansiedad y la negación, surgió la tormenta perfecta, y pasamos desde la molestia social a la crispación de la elite.

En adelante, todo ha sido sobrerreacción, entendiendo a ésta como un distanciamiento creciente respecto de la realidad. Así lo han hecho quienes auguraron la refundación y quienes apostaron al caos. Es lo más parecido a la histeria: actos de disociación, como si fueran trastornos de personalidad, comportándose, en definitiva, fuera de contexto. La intensidad desmedida ha sido el signo de estos meses.

Pero lo malo es que los histéricos no son disimuladores, ellos viven sus vidas así. Y si creemos que accedemos al mundo a través de cómo lo percibimos, podemos suponer que el mundo que se les ha presentado o bien los agobió, o bien, los puso eufóricos. Y así es el país que estamos viviendo…

Entonces era inevitable que se crispara el ambiente. Se dice que los empresarios se sienten acorralados, pero en el Gobierno se sienten no menos perseguidos. Y la amplia clase media chilena ha comenzado a seguir esta carrera. El viaje se ha tornado en una historia de nervios.

En un inicio, las personas de la calle atribuyeron la crispación a un gallito entre quienes detentan poder, pero ahora la cosa está marcada por esta compleja energía.

Nos hemos empezado a acostumbrar a los actos fuera de contexto. Pero la hiperventilación de ciertas acciones de la elite está dañando el sentido de realidad. Lo que es aislado se nos comienza a asemejar a la realidad misma. Son actos voluntarios e involuntarios. Personales e institucionales. Son de diversa naturaleza. Pero al final generan psicosis en la ciudadanía: todo está mal, todos son ladrones, todos son corruptos, todos son abusadores.

Una pequeña sinopsis: la retroexcavadora del presidente del PPD, el video de la UDI llamando a rebelarse, el ajusticiamiento colectivo en pleno centro, las destempladas declaraciones del embajador PC en Uruguay, la Matthei yendo a la yugular de la Presidenta, los debates en ICARE, el amanecer junto al desperfecto del metro, un retail tapiando a otro retail por un tema de arriendo, las trifulcas del Colo-Colo con la U, el discurso de Roberto Ampuero en Enade, los noticiarios de la televisión. Son como convulsiones que nos hacen temblar, a algunos de euforia a otros de miedo.

Lo que no está claro es dónde comienza la realidad y dónde acaba la enfermedad.

Es una manera extraña de llevar adelante un país que funciona, y respecto del cual todos están de acuerdo en que podría funcionar mejor, y sobre el cual parecía haber acuerdo de qué es lo que hay que hacer para que mejore.

Pero nos atrincheramos. Y de tanta histeria, estamos como tirándonos granadas a la trinchera contraria, lanzándolas de espalda, sin atender el daño que pudiéramos causar. La falta de empatía es total. Cada uno cuida su metro cuadrado.

Nos hemos olvidado de que cada posición que adoptemos requiere contener a su opuesto. Sobra la ideología y en los debates importantes, como ocurre con la reforma educacional, hemos perdido de vista el desafío de alcanzar acuerdos de verdad. Pero la sobrerreacción no sólo se da en ese plano. Ella también está llevando a los empresarios a perder oportunidades y para todo un grupo generacional está siendo muy difícil hacer negocios. Así, el pesimismo que muchos muestran ha llevado a no pocos a hacer caja y vender activos a inversionistas extranjeros. Hay ahí una brecha entre la percepción de riesgos de unos –los locales–, frente a las oportunidades que ven otros –los extranjeros–.

Y los políticos han vuelto a perder, incapaces de conectarse con la realidad… ¿y quiénes asoman?: personajes como ME-O que parecía haberse diluido.

No es extraño, entonces, que el viaje haya comenzado a volverse agotador. Cada tripulante se aferra a su propia verdad. Y en el transcurso hemos perdido el norte: son demasiadas las estrellas que estamos observando para orientarnos y llegar a puerto. Y la percepción de mala convivencia, de que todo parece trastocado, afecta la noción básica de que el viaje hacia la estabilidad social requería salirnos del propio metro cuadrado. Pero tanta histeria nos tiene secuestrados.  •••

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