Instituto de Humanidades, UDP

Las palabras alteran la realidad. Una misma situación puede ser perfilada graciosamente o empobrecida hasta el aburrimiento, dependiendo de cómo se la diga. El lenguaje oculta y des-oculta, opaca o devela la existencia y es capaz de modificarle su sentido.
Frente al actual fenómeno de desajuste entre el pueblo y su institucionalidad política y económica, ante la “Crisis del Bicentenario”, o sea: la pérdida de legitimidad del orden de la dictadura y la transición, se priva de posibilidades de comprensión quien no repara en la capacidad espontánea de actuar que aloja el lenguaje.

Es con palabras, precisamente, que se ha removido la base de un símbolo. Una norma incuestionada –en tanto que validada por sucesivas reformas– deviene masivamente cuestionada. Repárese en el poder de las palabras: estoy señalando que un mismo dato –a saber, la Constitución de 1980– es reconocido y desconocido como legítimo, con sólo dos lustros de diferencia.

¿Qué ocurrió?

Sucedió que cambió la comprensión del dato; las palabras vinieron a descubrirlo de otra manera, las palabras alteraron la realidad.

El reaccionario no es capaz de entender tal sutileza. Por eso insiste en las fórmulas de Guerra Fría, como si la reiteración de un mensaje viejo pudiese, cual conjuro, por repetición llegar a hacer algún sentido en un contexto radicalmente distinto. No hace sentido y el reaccionario sigue, extraviado, pegándole a la misma tecla.

En el otro extremo se encuentra el que, entusiasmado con el poder de la palabra –ahora “revolución”–, cree que ella es capaz de construir incluso lo contradictorio: la redención sustantiva por la vía de un mecanismo procedimental (la asamblea). Dicho de manera parecida y algo más extensa (para que se note lo extraño de la pretensión): que una situación de plenitud existencial será conseguida gracias a una participación deliberativa que iría progresando por el ejercicio de la razón y la restricción del mercado, sin reparar –el constitucionalista revolucionario– en el carácter generalizante de la deliberación; en que, en ese proceso generalizante, la experiencia individual y única que tiene cada cual de sí mismo y del mundo queda, por principio, excluida. Nunca se detiene a pensar, el personaje de marras, en que ni el genio artístico ni el descubridor –ni el genio ni el descubridor que son requeridos para crear y descubrir la propia vida– tendrán allí, en la asamblea, jamás, respuesta satisfactoria a su legítima inquietud existencial.

Entre ambos extremos se ha instalado, en el último tiempo, un grupo de académicos –literatos, filósofos, historiadores, también juristas– que ha postulado la conveniencia de acudir a la carta de 1925 como texto base desde el cual articular una propuesta constitucional. Se hizo un primer encuentro, al que asistieron también quienes les hablaban del “mecanismo”, sin dar con el nivel de hondura en el que opera el planteamiento. Se trata de actuar no en el plano formal de los contenidos normativos y las normas, sino en el tectónico de la conformación real del poder y los símbolos, actitudes y maneras que la articulan.

Luis Galdames y la generación alrededor (Encina, Edwards, Subercaseaux, Pinochet) fueron –menos mal–, antes que juristas expertos, pertinentes observadores de la realidad nacional, los valientes que miraron al país al rostro (cf. el reportaje sobre los inquilinos en la hacienda del presidente) y diagnosticaron, de pronto, la Crisis del Centenario. Lograban tasar, en todos sus contornos, el asunto ante el cual se hallaban y percatáronse de que era preciso un cambio. Ni inmovilismo ni revolución abstracta eran lo suyo, sino una nueva comprensión política, de la mano de una nueva constitución. Lejos del constructivismo, entendían, como el artista, que la tarea constituyente consiste en darle expresión a la realidad, ofrecerle un camino de sentido al pueblo: que “la Carta Fundamental de una nación no ha de ir a buscarse ni está en los libros, ni en las Constituciones de otros Estados, sino en la realidad social, en la realidad humana de las necesidades sociales, en la necesidad de satisfacer las exigencias de la época y de dar libre expansión a todas las energías nacionales”. Lo sabían, y ese orden que parieron desde un diagnóstico pertinente logró durar cuatro décadas y sobrevivir todavía un poco más.

Supieron. Y nos resulta una exigencia saber, ahora, que no es simplemente una jugada de formalismo jurídico-político, sino una acción más sutil, lo que se le pide a la actual generación: por medio del ejercicio –fino– del lenguaje, entender la situación, desencadenar fuerzas organizadoras y darles cauce a las pulsiones y anhelos populares. Con palabras se buscaba, en los años 20, evocar y traer a la conciencia pública al republicanismo democrático, a la tradición histórica, a la lenta, larga y majestuosa maduración de la nación. Frente a la reacción que se apertrecha en sus escondrijos o en la dimensión puramente jurídica de los contenidos constitucionales, se trata ahora –como ayer– de remarcar la importancia de entrar en la discusión constitucional en la precisa capa honda de los símbolos donde la disputa tiene lugar. Frente a la efusividad revolucionaria de la deliberación generalizante, consiste el desafío en reparar en el significado existencial de lo concreto y singular, así como en el principio históricamente asentado en suelo nuestro y –luego de siglos– tradición viva, de republicanismo político y social. •••

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