Por Roberto Sapag
Director Revista Capital

En momentos en que la atmósfera social (la calle) se encuentra viviendo una calma chicha que no se sabe cuánto durará, el discurso político ha ido adquiriendo un tono enrarecido. Una condición atmosférica que si bien aún tiene bajos niveles de toxicidad, ha ido cargándose de una especie de tensión dialéctica que separa a las personas entre buenos (los que están por la profunda transformación institucional) y malos (que incluye tanto a quienes aceptan cambios graduales como a quienes se resisten a ellos).
La reforma tributaria ingresada a trámite parlamentario el pasado 1 de abril fue el hito que dio el vamos a este fenómeno. Bastó ese puntapié inicial para que las aguas se separaran y para que el debate entrara en una dinámica en donde los eslóganes y las simplificaciones le hacen un flaco favor a la construcción de mejores instituciones.
Se trata de una señal que debe ser vista con cuidado, porque la tributaria es la primera de las reformas estructurales que se pretende llevar adelante por la actual administración. Reformas que tocan aspectos tan profundos como el derecho de propiedad y el rol del Estado.

Como sea, hoy el debate tributario ha progresado en una línea en donde, más allá de los efectos de segunda vuelta que la reforma pueda tener en la actividad, en los precios y el empleo, los dueños del capital son quienes deberán ver elevada su contribución al financiamiento de las necesidades del país. El ministro de Hacienda ha dicho que en el caso del decil de mayor riqueza, ese aumento es a más del doble y en el caso del quintil más rico, a cerca de 2,5 veces.

La natural renuencia de quienes se verán afectados hasta ahora ha tenido bajísimo rating. Más allá de las argumentaciones que se den (técnicas, constitucionales, macro o microeconómicas), quienes hablan como socios de ese club, lo hacen casi en la condición de antisociales (en el sentido literal de la palabra, es decir, contrario a la sociedad).
Sin embargo, la caricatura que estigmatiza casi como villanos a quienes hacen empresa es una reducción injusta. Injusta porque emprender es parte del impulso vital del ser humano y ese impulso no debe ser colocado en la lista de las vilezas; injusta porque muchas veces se criminaliza a justos por pecadores (ya que el que haya evasores de impuestos no significa que todos lo sean).

Más allá de la cuestión de fondo de que el país necesita financiar nuevas necesidades y bienes sociales no ha sido rebatida sino que apoyada, el nivel al que en algunos círculos se ha llevado el debate resulta preocupante. Preocupante no porque tenga un leve sabor a lucha de clases, sino porque subconscientemente el talento y el afán de emprender (ése que tienen en común las figuras de Warren Buffett, Steve Jobs y Bono, por dar nombres que no son de nuestra realidad) terminan asociándose con vicios y no con virtudes. •••

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