Por Rodrigo Delaveau
Abogado constitucionalista

Siendo abril un mes de impuestos, solemos olvidar que, en realidad, todo el resto del año también pagamos tributos. Existen algunos más internalizados, como el IVA, que en nuestro sistema va casi de contrabando en el precio pagado. Sin embargo, no se suele reflexionar mucho sobre otro tipo de impuesto, menos camuflado, y particularmente duro de pagar: las contribuciones de bienes raíces o impuesto territorial. Existen, al menos, dos razones de por qué nadie se atreve a enfrentarlo tanto desde el punto de vista técnico como del político.

En primer lugar, se dice que gracias a este impuesto se financian las necesitadas municipalidades. Lo cierto es que una pequeñísima parte de los bienes raíces del país está afecto a este tipo de tributo. A mayor abundamiento, las propiedades que sí pagan contribuciones no están precisamente ubicadas en comunas pobres, lo que hace que, en definitiva –al menos en teoría– el impuesto sea regresivo, porque sólo los ricos lo pagan a sus comunas, enriqueciéndolas aún más, lo que tampoco es tan claro, dado los mecanismos redistributivos, el fondo común municipal, y la asignación final de los recursos que se haga vía ley de presupuesto a año.

Como efecto secundario, ninguna comuna (en especial las pobres) quiere recibir viviendas sociales o de bajo precio, dado que ellas no pagan contribuciones. No obstante, de igual forma los municipios deben mantener sus calles, plazas, proveer servicios de aseo y recolección de basuras, sin que reciban algo a cambio por aquello, lo que acrecienta el déficit de las comunas con menos recursos. Con todo, no es que tampoco los municipios denominados ricos otorguen necesariamente una contraprestación equivalente a los vecinos de altos ingresos, toda vez que suelen ser comunes los problemas de vialidad, inexistencia de buenos consultorios, y problemas de seguridad en muchas comunas o barrios acomodados del país.

Un segundo punto, quizás más jurídico, se refiere a la discrecionalidad o incluso injusticia del citado tributo. En efecto, los parámetros para fijar cuánto debe pagar un bien raíz son bastante antojadizos y, para muchos, vulneran la constitucionalidad del tributo, pues son más bien indeterminados y muchas veces arbitrarios.

Desde un punto de vista social existen otros problemas: por un lado, resultan ser un verdadero castigo para los adultos mayores que no tienen ingresos, y los pocos que tienen se utilizan para solventar un impuesto de un inmueble que ya pagaron; desde el otro lado del espectro etario, los más jóvenes lo consideran injusto, porque no es lo mismo que alguien que esté pagando un dividendo por un inmueble deba desembolsar lo mismo que alguien que ya terminó de hacerlo.

En definitiva, todos los problemas nacen del hecho de tratarse de un impuesto al patrimonio: el Estado cobra por tener, no por hacer o recibir. La lógica tributaria moderna suele alinearse con el hecho de que los tributos pueden imponerse cuando se produce una de dos situaciones: ingreso o gasto. En ambas situaciones, hay más disposición a pagar, porque el cobro está en la transferencia, no en un statu quo. No se comprende que 200 millones de pesos no generen “impuesto al patrimonio” si se tienen invertidos en joyas, acciones o un Ferrari, pero sí lo hagan cuando estén puestos en la casa donde se habita. Más que mal, la vivienda es finalmente el bien de capital por excelencia, y no uno de consumo.

En vista de todo lo anterior, el impuesto territorial resulta altamente cuestionable por donde se le mire, sumado al hecho de que el fisco nunca pierde: siempre tendrá la garantía de poder cobrarlo, al poder sacar la casa a remate. Entonces, ¿es posible generar un tributo territorial que sea más acorde a la Constitución, la legalidad, y a una lógica económica y social razonable? Ello podría ser difícil, ya que en toda reforma se pensará en no afectar los ingresos actuales que se generan.

Es aquí donde, aprovechando que se avecina una reforma tributaria, se considere seriamente una propuesta de reemplazo más acorde a la juridicidad y a la razonabilidad económica. Ello implica que definitivamente se cambie el sistema de impuesto territorial permanente y discrecional por uno objetivo que se pague al momento de comprar o vender la propiedad, en relación al mayor valor que tenga esa propiedad desde el momento en que se adquirió, tal como señala la propia Ley de la Renta. Ella entiende por renta “los ingresos que constituyan utilidades o beneficios que rinda una cosa o actividad y todos los beneficios, utilidades e incrementos de patrimonio que se perciban o devenguen, cualquiera que sea su naturaleza, origen o denominación”. De esta manera, se pondría fin al discutible desacople de este tributo a la ley y la Constitución y, por sobre todo, al sentido común. •••

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