Académico de la Escuela de Gobierno UAI

La visita del Papa Francisco a Chile sirvió, entre otras cosas, para volver a conversar sobre los requisitos de un Estado laico, categoría que supuestamente describe al nuestro. Supuestamente, porque la Constitución no lo dice con todas sus letras. El nuevo texto que Michelle Bachelet envió al Congreso aprovechando sus últimas horas en el poder tampoco lo señala. Por el contrario, insiste en la idea básica de libertad de culto y valida las excepciones tributarias para las iglesias. A pesar de lo anterior, y gracias a las gestiones de Arturo Alessandri, se suele decir que la religión y el Estado están institucionalmente separados en Chile desde 1925.

En ese contexto, se hace especialmente interesante reflexionar sobre la pertinencia del famoso Decreto 924 de 1983, que regula las clases de religión en la educación escolar. Una serie de organizaciones y personas naturales se han unido en el movimiento “Por una Educación Laica” para levantar una voz común contra dicha normativa. En lo central, el Decreto en comento establece que todos los establecimientos educacionales del país deben destinar dos horas lectivas semanales a la enseñanza de (al menos) una religión. En la práctica, dada la escasez de recursos físicos e intelectuales, se enseña solo la versión católica. Los padres conservan el derecho, eso sí, de eximir a sus hijos. En la práctica, nuevamente, la eximición presenta una serie de problemas. Según los informes disponibles, más de la mitad de los alumnos eximidos tienen que quedarse en la sala mientras se imparte la clase –o más bien, la catequesis–. En aquellos casos en que la infraestructura lo permite, pueden irse a la biblioteca o realizar actividades alternativas. Pero la norma general es que el adoctrinamiento católico se impone por defecto. Tanto es así que la única manera en que los estudiantes de un colegio pueden reemplazar religión por otra área del conocimiento –como lo dispone una ordenanza de 2010– es cuando todos los apoderados así lo acuerdan. Basta uno solo que se oponga para que se retorne al sistema por defecto.

Llama la atención que el Decreto 924 no distingue entre colegios públicos y particulares pagados a la hora de regular la eximición. En teoría, los padres podrían pedir que sus hijos no fueran sometidos al régimen general de clases de religión incluso en los colegios confesionales. Estos últimos, sin embargo, han encontrado la forma de burlar esta disposición a través de la asignatura de “formación cristiana”, que se evalúa con nota de uno a siete al igual que todas las demás. En mis tiempos, al menos, no entraba en el promedio. Me soplan que ahora sí. El Ministerio de Educación ha avalado esta práctica. En resumen, las violaciones al espíritu de la ley –que debiese resguardar el derecho a una educación libre de proselitismo religioso como corresponde en un Estado laico– son sistemáticas y nuestras autoridades raramente se inmutan. A propósito de la publicación de Ateos fuera del clóset (Debate, 2014), recibí decenas de testimonios que confirman esta triste realidad.

Eliminar el Decreto 924 es imperativo. Pero ello no significa promover el ateísmo o cultivar una actitud hostil ante la religiosidad o la fe. Un curso que adoctrine a los niños en un sentido inverso es igualmente tóxico para el compromiso de neutralidad religiosa que debe adoptar el poder político en una democracia liberal. Tampoco implica formar analfabetos teológicos. El fenómeno religioso es tan intelectualmente fascinante como integrante central de la cultura humana. La religión está en la historia del arte, de la arquitectura, de la música, de la política. Por otra parte, la psicología evolutiva sospecha que estamos cableados para creer en poderes sobrenaturales. El teísmo todavía ofrece algunas hipótesis (algunas más competitivas que otras) sobre el origen de la vida, qué pasa cuando dejamos de existir en este mundo y cuáles son las fuentes últimas de la moralidad. Sería una pena que nuestros hijos solo tuviesen acceso a dichos debates a través de la óptica particular de la familia o la parroquia. La educación pública y privada debiese entregar las herramientas necesarias para participar de estas fundamentales discusiones, en un marco de respeto a las distintas visiones éticas y religiosas existentes, y sobre todo estimulando el pensamiento crítico. Lo que hay que rechazar es el proselitismo teológico, no los estudios sobre la religión per se. Por el contrario, como ha sugerido Daniel Dennett, ojalá hubiese más y no menos religión en ese sentido.

Ojalá hubiese más educación sobre los distintos credos, sus presupuestos metafísicos, epistemológicos y cosmológicos. Más educación sobre los distintos rituales y cómo diferentes comunidades encarnan de diversas maneras la espiritualidad y el anhelo de trascendencia. Más educación sobre los aportes del pensamiento religioso a la construcción de un mundo más justo, desde el rol de los clérigos en las luchas por los derechos civiles hasta el trabajo que realizan día a día en nuestras cárceles, desde el florecimiento intelectual del islam en sus primeros años a las contribuciones del cristianismo moderno a la ciencia. Más educación sobre los horrores de su historia, desde la Inquisición al antisemitismo, desde el triste papel del Vaticano en África en la batalla contra el sida hasta el fascismo islamista contemporáneo. Si la educación tiene por objeto ejercitar el pensamiento crítico y no repetir dogmas como papagayo, entonces este debiera ser el camino a seguir: más discusión y contenidos sobre la religión, menos catequesis y adoctrinamiento. Para ello, bien podría servir la cuestionada asignatura de filosofía.

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